Naiarah despertó empapada de sudor, con ambas piernas enredadas en las blancas sabanas de su cama, mientras trataba de calmar su corazón que latía a una velocidad desmesurada. Se llevó una mano entre sus pechos desnudos para notar el fuerte latido, mientras perdía la mirada enfocando su vista en la nada, recordando aquello que había perturbado su sueño de un modo horrible y grotesco. Su cabello, rojo como el fuego, le cayó cubriéndole la frente perlada de sudor, y sus rizos se le antojaron como una cascada de sangre, igual que las imágenes que había presenciado en sus sueños.
Algo no marchaba bien, hacía días que era conocedora de tal hecho, pero por más que ella se convencía de que sus presagios eran delirios del amor de una hija hacia su padre, los sueños y las visiones se hacían mas intensos, más reales y sobretodo, más sangrientos.
Aleide se despertó a su lado, abriendo los ojos lentamente para encontrarse la situación que se venía repitiendo desde varios días atrás.
-Naiarah, ¿te encuentras bien?
Sus palabras murieron en el silencio de la habitación. Para Naiarah no existía nada mas que ella y sus pensamientos.
Aleide se incorporó en la cama y se acerco a ella, rodeándola con un brazo mientras guardaba silencio y veía como la joven iba calmando su respiración.
-Ha pasado algo horrible, Aleide. Algo le ha ocurrido a mi padre, una desgracia.
-Calmate, ha sido solo un sueño. Tan solo relajate y descansa, mañana te encontraras mejor.
La noche aun se extendía sin animo de retirarse, una noche oscura y sin luna, sin estrellas, y sin esperanzas para Naiarah. Volver a conciliar el sueño iba a resultar imposible, tenía que asegurarse.
-Tengo la impresión de que pronto comprobaré si mis sueños son solo eso, pero ruego a Aista que me equivoque. - dijo Naiarah, mirando fijamente a los ojos azules de Aleide.
-¿Que has visto en ese sueño? - le preguntó la joven elfa, su cabello rubio le cubría ambos lados de la cara, dejando ver sus dos orejas largas y puntiagudas, y dotando su rostro de una dulzura sin igual.
-He visto a mi padre cruzar los mares de Kudhun, las grandes rocas de las costas, de los arrecifes de coral. He visto la espuma golpear los barcos y las aguas mecer las embarcaciones como si fueran meros juguetes en manos de un niño travieso... Pero también he visto la muerte en forma de hombre, esperándoles en un viejo poblado.
-¿Como era ese hombre? - preguntó Aleide con los ojos abiertos, ya había olvidado que en un principio trataba de calmar a su amiga.
-El alto, tiene el cabello como tu, y tan largo que le llega a la cintura. Es muy fuerte y rápido, y conoce nuestra lengua. Sus ojos son rojos, teñidos de sangre, inhumanos, abrasadores y fríos al mismo tiempo, y no conoce la piedad.
Aleide trago saliva con dificultad, trató de recrear un hombre así mentalmente, pero solo podía pensar en aquellos ojos que Naiarah le describía.
-Ha salido de la nada, gritando al cielo, y ha matado a todos los hombres que iban con mi padre... A el lo ha dejado para el final, ¡le ha cortado las piernas Aleide! Se las ha cortado para que no pudiera escapar...- Naiarah no consiguió detener las lagrimas por mas que lo intentó, Aleide sin embargo, se había llevado una mano a la boca, y comenzaba a sentirse asustada por el relato del sueño.
-Padre se arrastraba por el suelo, suplicando piedad, y ese hombre le ha dicho en nuestra lengua “ Vas a morir viéndote reflejado en los ojos de la muerte” y luego le ha clavado la espada... por la boca...
-Es solo una pesadilla, Naiarah, calmate. - le dijo Aleide, pero ella misma estaba horrorizada tan solo de imaginar el sueño.
-Le ha matado a sangre fría...
-Solo ha sido un sueño, relajate.
-Le ha matado mientras reía.
-¿Naiarah?
-Le ha matado lentamente, disfrutando de su sufrimiento... y yo, yo...
Aleide comprendió lo que estaba a punto de suceder, así que trató de abalanzarse sobre su amiga e impedir que desatara su fuerza, como le habían enseñado y como otras tantas veces había hecho. Pero fue demasiado tarde, una oleada de aire la empujó lejos de la cama, cayó rodando sobre una de las alfombras rojas, junto con varios objetos que habían estado cerca del alcance de Naiarah.
-¡Le mataré! ¡Le mataré! - gritaba sin cesar mientras sus ojos se encendían en un resplandor rojizo. Se puso en pie sobre la cama, las sabanas cayeron mostrando su desnudez al completo. Cerrando los puños, agarrotó los músculos de sus brazos, de sus piernas, y las fibras se esbozaron levemente sobre su piel. La luz de sus ojos se encendió de un modo cegador, pasando de un rojizo a un blanco intenso que iluminaba la estancia en todas direcciones. Apretó los dientes y los tendones de su mandíbula perfilaron su rostro mientras todo su largo y ondulado cabello rojo danzaba en todas direcciones dotado de vida propia, como si fuera una hoguera de fuego vivo sin control. Su cuerpo en si se iluminaba con una aureola violeta, como si estuviese envuelto de una fina cada de brumas dotadas de luz propia, y vida, pues danzaba sobre ella a su antojo.
Aleide se puso en pie con dificultad, pues la brisa mágica que desprendía el cuerpo de Naiarah era mas que suficiente para arrastrar su delgado cuerpo, pero en aquella distancia, a unos pocos metros, esa fuerza menguaba lo suficiente como para poder levantarse y poner orden en sus cabellos, que la cegaban.
Levantó ambos brazos, abrió la mano izquierda y enfoco la palma hacia donde provenía el viento. Vio entre sus dedos el perfil violáceo de Naiarah y su cegador destello blanco proveniente de unos ojos cargados de cólera por el espíritu. Recitó el cántico que tanto le había costado aprender en sus años en Talakesh, y no fue fácil, puesto que aquel aire salido de la nada arrastraba fragmentos de objetos que se habían roto, desde un juego de copas, cerámicas y demás recuerdos que Naiarah guardaba de sus grandes viajes por el extenso y casi infinito mundo. Aun así, logró su objetivo, y sintió como su propia energía vital generaba un escudo que apartaba el viento, lo suficientemente fuerte como para caminar en dirección a su amiga.
Y así lo hizo, pero cada paso era una lucha continua contra un enemigo que la empujaba, y se vio inclinada hacia adelante, con ambas manos, como si empujase un objeto pesado que se resistiese a ser movido. Naiarah mantenía su posición, pero Aleide notaba que la fuerza del viento mágico cada vez era mas fuerte, iba en aumento y la situación se estaba volviendo una terrible cuenta atrás para ella, pues si el espíritu llegaba a surgir por completo, no le permitiría a ella acercarse, e incluso su vida podía correr peligro.
Naiarah dejó de hablar para tan solo gritar de un modo aterrador, y Aleide sintió como si el suelo y las paredes temblasen, los muebles que habían cerca de la cama salieron disparadas en todas direcciones, estrellándose y haciéndose astillas que a su vez volaban sin control y se cruzaban con su avance, rasgándole las vestiduras y causándole pequeñas heridas en brazos y piernas, así como en el rostro. Hasta que llegó a ella.
Dejó de lado el conjuro para protegerse de aquel viento, y se lanzó con todas las fuerzas que aun le quedaban en las piernas, en un salto, para alcanzar a Naiarah.
Se agarró a la cintura de la princesa, y sintió la fuerza y el calor que recorría todo su cuerpo, pero sobretodo, aquella mirada de ojos brillantes y blancos carentes de sentimientos, fríos como los de una muñeca y ardientes como los de un guerrero. Puso ambas palmas de sus manos en la espalda desnuda de Naiarah, y enterró su rostro en el pecho, pues la princesa era una mujer mucho mas alta. Apretando con fuerza, cerró los ojos y pronunció el conjuro para apaciguar el espíritu, retirarlo a los adentros de su amiga, encerrarlo entre barrotes de cordura y calma, para que no volviera a salir en mucho tiempo.
Repetía con fuerza el conjuro, una y otra vez, y no se dio cuenta de que ya había funcionado, pues estaba asustada y no quería volver a encontrarse con aquellos ojos sin pupila.
El viento cesó, lentamente, y notó una caricia en el cabello. Cuando miró hacia arriba, pudo ver que Naiarah había recuperado sus bellos ojos verdes, como las esmeraldas de su corona, y que le sonreía, no sin mostrar los claros rasgos de la fatiga que le haría caer pronto en un sueño profundo.
-No he podido controlarlo, Aleide, lo siento...
-No te lamentes, esa es mi función. Vivo para aplacar el espíritu
Naiarah besó su frente sin necesidad de agacharse, y la abrazó con mas fuerza aun que Aleide cuando trataba de calmar al espíritu
-Menos mal que estas aquí conmigo. - dijo la princesa.
-Ahora descansa, solo ha sido un mal sueño, una pesadilla, y mañana, cuando el sol bese tu rostro, también secará tus lagrimas.
Poco a poco, Naiarah se desvaneció, y Aleide no pudo aguantar su peso, así que fue dejándola como pudo, poco a poco, sobre la cama. Recogió las sabanas que habían salido volando por toda la habitación, y le cubrió el cuerpo, la besó para despedirse, y salió de los aposentos.
En el pasillo, había cinco damas del servicio, que se sobresaltaron al abrirse la puerta.
-La princesa esta bien, no debéis de preocuparos. Mañana cuando despierte, habrá que arreglar sus aposentos, pues algunos muebles y otras cosas se han destrozado.
-¿Que ha ocurrido? - preguntó una de ellas.
-Ya sabéis que ha ocurrido, hace tiempo que ocurre, no molestéis a la señora, os lo ruego.
-Estáis herida...- mencionó otra chica del servicio.
-No ocurre nada, sanaré pronto, soy de la raza imperecedera. Seguramente cuando amanezca, no me quedara ni una sola cicatriz. Ahora volved a vuestro cuarto y descansad, habrá muchas cosas que hacer por la mañana.
-Si señora.
Las sirvientas se retiraron, no sin volver la vista atrás mientras Aleide descansaba la espalda contra la dura puerta de roble que cerraba los aposentos de Naiarah.
“Mañana mis heridas estarán curadas, pero mi esencia se agota de aplacar ese espíritu, nunca pensé que sería tan duro.” pensó Aleide.
Su oreja izquierda hizo un movimiento reflejo al sentir un sonido procedente de una ventana que se encontraba al fondo del pasillo. Estaba entreabierta y por ella se filtraba el sonido de unos cascos de caballo que por su repiqueteo, se aproximaba a las puertas del castillo al galope, por el camino principal empedrado, aquel que venia directo del puerto.
Caminó todo lo deprisa que pudo para el cansancio que la consumía, y se asomó en la noche. La oscuridad no le era un problema, sus pupilas se dilataron tanto como iris tenía, captando cualquier perfil, multiplicando la luz existente para darle una visión confusa para cualquier humano, no así para un elfo.
Un jinete de la guardia recorría la periferia de la muralla buscando el pórtico para entrar. En el horizonte, visualizó los mástiles de los barcos, reconociendo sus velas, y viendo uno que le resultaba familiar pero no frecuente. Una de las galeras rápidas del rey Dreeden.
El padre de Naiarah había vuelto, o quizá, ocupando su lugar, venían tan solo malas noticias procedentes de más allá de los mares de Kudhun.
Se apresuró en volver a su propio cuarto, para limpiarse las heridas y vestirse de un modo mas prudente, pues aun iba en camisón, y las astillas le habían desgarrado gran parte de los ropajes, dejando visibles la suave geometría de su cuerpo desnudo y su piel blanca como las arenas del desierto de Mraum.
Eligió un vestido sencillo de lana azul, ribeteado con hilo dorado y decorado con formas espirales de un azul mas intenso, típico de su pueblo. También se puso un collar de plata con grandes zafiros, a juego con el vestido y sus ojos. Se arregló el pelo con presteza y corrió por los pasillos, hasta la escalera de la torre, que la llevaría hasta uno de los pasillos laterales que accedían a la sala del trono.
En su recorrido pudo ver los tapices de la familia real, que tan acostumbrada estaba a ver, desde que llegó al palacio años atrás, cuando ella tenía la edad de setenta años, y Naiarah, tan solo trece. Le resultaba curioso como los humanos crecían a una velocidad aterradora, y como sus vidas se consumían casi sin darse cuenta, como una vela olvidada en una estancia, que al volver, encuentras totalmente derretida y apagada.
En aquellos tapices se narraba la historia de la familia Zakhild, sus hazañas en puertos extranjeros, sus luchas por dominar la tierra y sus intentos fallidos por conquistar los territorios cruzando el mar de Kudhun.
Le vino a la mente otra vez la pesadilla narrada por la princesa.
A lo largo de varias generaciones, la gente de Zakhild, pues la ciudad recibía el nombre de la familia desde hacía eones, habían tratado de establecer un puerto, una ciudad, una puerta que les abriera los grandes y antiguos reinos que poblaban la tierra. Zakhild solo era una isla, de extensos prados e incluso un profundo desierto en su parte sur, pero eso no parecía contentar a los monarcas. Muchos años atrás, tras varias reuniones con los señores de los reinos centrales, empezó una guerra, la mas breve que se haya conocido.
Ninguno de aquellos señores iba a ceder un pedazo de su tierra para que el reino de Zakhild se estableciese, tan solo quedaba un lugar remoto donde pequeños poblados existían. Se le aconsejo al señor de aquel momento que no intentase una acción agresiva contra los poblados, puesto que el resto de reinos estaba unido y pronto un mal caería sobre ellos, un mal llamado Warcrow. El guerrero, el único, aquel que derrotaba ejércitos son tan solo una sonrisa y un brillo de espada. El señor de Zakhild hizo caso omiso.
Poco después, veinte barcos fueron enviados, cargados de hombres, espadas, escudos y corazas, para combatir a los aldeanos que poblaban la costa de los arrecifes coralinos.
Hubo una terrible batalla, pues los aldeanos estaban preparados para enfrentarse a aquel enemigo, pero allí, junto a ellos, se encontraba Warcrow, dirigiendo a los ejércitos de hombres con guadañas y hoces. Muchos aldeanos murieron, pero ninguno de los hombres de Zakhild regresó con vida.
Se cuenta que en la primera oleada, los campesinos apenas ofrecieron excesiva resistencia, y Warcrow miró complacido como aquellos que antes habían cultivado la tierra, luchaban en desventaja pero no se acobardaban.
En uno de los tapices podía verse una recreación sobre el guerrero Warcrow. A Aleide le gustaba detenerse siempre ante aquel bordado, le parecía fascinante a la vez que aterrador. Warcrow era representado como un hombre muy alto y fuerte, sus enemigos le llegaban a la cintura, y él blandía una enorme espada de plata y oro, que segaba los cuerpos de los zakhildanos. Para Aleide, aquello era una mera exageración de un hombre humilde, sin duda valiente, que había sido un buen comandante de ejército, y que gracias a sus tácticas de combate y estrategia, había derrotado al pueblo de Zakhild.
Se decía que para los aldeanos de la costa de Kudhun, los soldados zakhildanos eran demonios venidos de más allá del mar, para prender fuego a sus tierras, violar a sus mujeres y devorar a sus hijos. Quizá por eso lucharon con tanta furia, quizá un hombre que teme perderlo todo se convierte en el hombre mas valiente del mundo.
Fuese como fuera, la sangre bañó los campos del valle de Krighkum, tanto de aldeanos como de zakhildanos, menos la de Warcrow.
Llegó a la sala del trono. Estaba vacía. Las alfombras rojas cubrían su totalidad, inclusive las escaleras que ascendían a los tres tronos, el mas grande de ellos, central, era el del rey, y uno a cada lado, para su hija y su reina.
“Un reino de tronos vacíos...” pensó Aleide. La reina había muerto al dar a luz a Naiarah, en un parto lleno de dolor y gritos, apenas vivió unos minutos para contemplar el fruto de su vientre. Su trono se mantenía por respeto, puesto que el rey Dreeden la tenía aun muy presente en su memoria.
Por el pasillo lateral opuesto se escuchaban los ligeros pasos de una mujer. Aleide reconocía a las personas cuando se acercaban porque el sonido y el aroma que traía consigo el aire delataban quienes eran.
Ninneth, una sacerdotisa de Talakesh, consejera real y ahora, en ausencia de su rey, ejercía como gobierno improvisado, justo pero tenaz, digno del carácter élfico.
-Buenas noches, Aleide. ¿Como se encuentra nuestra princesa? Prometí cuidar de ella en la ausencia de su padre y no he podido evitar preocuparme cuando sus gritos se han extendido por todo el palacio.
Su voz era dulce, pero podía volverse fría como el hielo si la situación lo requería. En su mirada, Aleide veía la gloria de la raza imperecedera, en sus ojos puros y violetas, y su largo cabello grisáceo y brillante.
-Ha vuelto a tener esas visiones espantosas sobre guerra y muerte.
-Es normal, su padre ha cruzado los mares para luchar.
-Pero esta vez los sueños se repiten, lady Ninneth, y me temo que aquello que solo era una pesadilla, se vuelva una realidad.
-Es sabido que los nacidos con el espíritu de Warcrow son capaces de ver a sus semejantes, pero dudo mucho que nuestro señor Dreeden sea uno de ellos, así que eliminad esas dudas de vuestra cabeza, mi querida Aleide.
-¿Vos también habéis oído el mensajero de la guardia cabalgando hacia palacio?
-Así es. A estas horas suelo meditar, como deberías hacer tu de vez en cuando, y no caer en la torpeza del sueño humano. Si no meditas, pronto te agotarás.
-Haré lo que me decís, mi señora.
Razón no le faltaba, y Aleide lo sabía. Pero Naiarah le pedía cada noche que durmiese con ella, puesto que los sueños a veces lograban desatar aquella extraña furia que la princesa consideraba una maldición.
“Esta noche meditaré para llenarme de esencia todo lo que pueda, quien sabe que conjuros necesitare la próxima vez para aplacarla...”
El ruido de unas botas de cuero la alarmó, e instintivamente dirigió las orejas hacia el punto de donde provenía el sonido.
-Aleide... las orejas... - le reprochó lady Ninneth.
-Perdón, mi señora. - Le costaba mucho evitar el impulso natural, pero según Ninneth, mover las orejas continuamente enfocándolas hacia los sonidos era vulgar y salvaje, y los humanos debían ver en ellas la elegancia y la belleza, no un movimiento de orejas como un vulgar felino.
No pudo evitar sonrojarse un poco, y en parte, tuvo que hacer un ligero esfuerzo para no sonreír.
Las botas que resonaban en el pasillo principal eran de un soldado ataviado con la armadura de la guardia de palacio, que hacia funciones de vigilancia en el puerto. No llevaba coraza, pero si iba protegido con cuero tachonado y una cota de anillos gruesos.
En su mano portaba un pergamino enroscado y sellado con lacre rojo con el símbolo real.
-Mi señora. - dijo el guardia, arrodillándose ante Ninneth y Aleide.
-Levantaos, guardia, no hay realeza aquí a la que postrarse. Decidme que os trae a estas horas de la noche. - dijo Ninneth.
-Os traigo un pergamino que acaba de cruzar el mar de Kudhun, sin duda son malas noticias, pues solo tres hombres han vuelto.
El rostro de Ninneth pareció congelarse, y tardo varios segundos en extender la mano y coger el pergamino, la mirada del guardia era sombría, sin duda alguna.
-Podéis retiraros.
-Mi señora...
Ninneth se dio la vuelta mientras el guardia se marchaba por el mismo pasillo, rumbo seguramente, hacia los puertos otra vez, donde debería terminar el turno de noche.
Ninneth caminó unos pasos en dirección al trono, pero no ascendió las escaleras. Cuando lo hizo, su túnica morada ondeó gracílmente. Con ambas manos, despegó el lacre y desenrolló el pergamino, leyendo para si misma. Se llevó una mano a la boca, y poco después, Aleide pudo ver como una lagrima caía por su mejilla derecha.
-El rey... ha muerto. - dijo Ninneth, entregándole el pergamino a Aleide sin mirarla, y si ella no lo hubiera cogido, seguramente se le habría caído de las manos.
Aleide no pidió permiso, sin más lo extendió y se puso a leer.
“Lady Ninneth, os escribo para informaros que nuestra majestad el rey ha caído en combate, junto con la gran mayoría de nuestros hombres. El principal destacamento es ahora historia. Tan solo quedamos diez hombres, y tres de nosotros partirán en cuanto termine de escribir y sellar esta carta con el anillo que recogí de la mano muerta de nuestro señor Dreeden.
Warcrow ha vuelto. Nos estaba esperando, y ha masacrado a la gran mayoría. Él mismo ha dado muerte a nuestro señor, de un modo horrible, mientras reía.
No creo en el consejo, ni en la palabra que dice que ese hombre representa la unidad de los reinos. Es el mal en esencia pura, es un demonio de los infiernos, es inmortal y sádico, pero por desgracia, es también invencible.
Si sobrevivimos o logramos escapar, os iré informando sobre la situación, pero por segunda vez, hemos perdido la costa coralina.
La maldición sigue sobre nosotros.
La maldición sigue sobre nosotros.
Atentamente: Briak Tenloss, teniente de la guardia.”
Cuando Aleide terminó de leer la carta. Vio que lady Ninneth se había sentado en los peldaños que ascendían al trono. Se cubría el rostro con ambas manos, y las lagrimas brotaban de entre sus dedos para caer en la alfombra roja, oscureciendo su tejido y dando la sensación que lloraba sangre.
Era sabido que Ninneth sentía un gran amor hacia su señor, que no era correspondido por el recuerdo de su antigua reina, pero el pueblo ya la había aceptado como posible nueva reina, aunque su raza fuera élfica, pues a diferencia de los reinos centrales, en Zakhild, los imperecederos no estaban mal mirados si se unían con mortales.
Todo el temple, la frialdad, la dureza y la justicia que existía en Ninneth, desapareció por completo.
-Despertad a lady Naiarah. - dijo casi gritando a Aleide.
-Ahora descansa mi señora, será imposible despertarla hasta que no recupere sus fuerzas.
-Despiértala ahora mismo, te lo ordeno. Despiértala y traela ante mi.
-Como deseéis.
Aleide se lanzó a la carrera por los pasillos para llegar al torreón donde estaba la escalera que le llevaría a las plantas superiores. En el palacio, un silencio absoluto reinaba cada rincón, y tan solo se veía quebrado por las pisadas y el jadeo de su aliento.
La puerta de roble crujió cuando la empujo para entrar en los aposentos de Naiarah. Para su sorpresa, la princesa estaba despierta.
-Mis visiones eran ciertas, ¿verdad, dulce Aleide?- le preguntó nada mas cruzar el umbral.
-Lady Naiarah, yo...
-¿Os envía Ninneth?
-Así es.
-No perdamos tiempo.
Saltó de la cama con una decisión no apta para alguien tan agotado como debería estarlo, y cogió una túnica roja de suave seda. Caminando hacia la puerta se la puso, y estuvo a poco de salir al pasillo desnuda, Aleide la seguía de cerca. Ni siquiera se calzó los pies.
En la sala del trono, lady Ninneth esperaba sentada en el lugar que antes hubiera ocupado el padre de Naiarah, en su mano aguantaba aun el pergamino que Aleide le había devuelto antes de ir a buscar a la princesa.
Naiarah subió las escaleras, no dijo nada, tan solo abrazó a Ninneth, que estalló en un llanto desesperado.
-Ha muerto, mi señora- dijo Ninneth.
-Lo se... lo he sabido desde hace algún tiempo.
Luego reinó el silencio entre ambas, bajo la mirada atenta de Aleide, tan solo los sollozos de Ninneth retumbaban en las blancas paredes de la sala del trono.
-Aleide, ves a despertar al armero, necesitaré de sus servicios ahora mismo. - dijo Naiarah
-¿Ahora? - preguntó extrañada Aleide.
-Si, ahora. Dile que se apresure.
-Si, mi señora.
Cuando Aleide se marchó en busca del armero, Naiarah cogió con ambas manos el rostro desesperado de lady Ninneth, levantando su rostro para que la mirase directamente a los ojos.
-Se del amor que sentíais hacia mi padre. Sin duda es diferente del amor que siente una hija, pero estamos juntas en este dolor.
-Princesa, yo...
Naiarah le acarició el rostro.
-Es el momento de que mi camino comience, aquel para el que he nacido. Mandareis al armero que en su maestría me construya una armadura, usando la antigua que mis antepasados utilizaron, la armadura de escamas de dragón. Que del escudo que descansa a vuestras espaldas, sean usados los colmillos de la misma bestia para fabricarme dos largas espadas, y que no pierda el tiempo con decoraciones, puesto que no hay ni un segundo que perder. Aleide vendrá conmigo para calmar mi espíritu si fuera necesario, cuidaremos de nosotras mismas, pero no llevaré a nadie más. A vos os necesito aquí.
-Pero vuestro padre dijo que no permitiera que os marcharais. - dijo Ninneth entre sollozos.
-El día de mi despertar, vi este momento. Sabía que las cosas serían así pero no he podido aceptarlo hasta saberlo esta noche. Vos cuidareis de mi reino, como consejera y ahora como si fuerais la mismísima reina, se que lo haréis bien y mi padre estaría de acuerdo conmigo en que no existe nadie mejor que vos.
-¿Donde iréis?
-Iré donde quiera que esté aquel que llaman Warcrow, y desataré todo el poder del espíritu de la venganza, y no cesaré en mi empeño hasta verle muerto o perder la vida en el intento.