miércoles, 28 de julio de 2010

Capítulo 6 / Segunda parte "Naiarah"


Naiarah despertó empapada de sudor, con ambas piernas enredadas en las blancas sabanas de su cama, mientras trataba de calmar su corazón que latía a una velocidad desmesurada. Se llevó una mano entre sus pechos desnudos para notar el fuerte latido, mientras perdía la mirada enfocando su vista en la nada, recordando aquello que había perturbado su sueño de un modo horrible y grotesco. Su cabello, rojo como el fuego, le cayó cubriéndole la frente perlada de sudor, y sus rizos se le antojaron como una cascada de sangre, igual que las imágenes que había presenciado en sus sueños.
Algo no marchaba bien, hacía días que era conocedora de tal hecho, pero por más que ella se convencía de que sus presagios eran delirios del amor de una hija hacia su padre, los sueños y las visiones se hacían mas intensos, más reales y sobretodo, más sangrientos.
Aleide se despertó a su lado, abriendo los ojos lentamente para encontrarse la situación que se venía repitiendo desde varios días atrás.
-Naiarah, ¿te encuentras bien?
Sus palabras murieron en el silencio de la habitación. Para Naiarah no existía nada mas que ella y sus pensamientos.
Aleide se incorporó en la cama y se acerco a ella, rodeándola con un brazo mientras guardaba silencio y veía como la joven iba calmando su respiración.
-Ha pasado algo horrible, Aleide. Algo le ha ocurrido a mi padre, una desgracia.
-Calmate, ha sido solo un sueño. Tan solo relajate y descansa, mañana te encontraras mejor.
La noche aun se extendía sin animo de retirarse, una noche oscura y sin luna, sin estrellas, y sin esperanzas para Naiarah. Volver a conciliar el sueño iba a resultar imposible, tenía que asegurarse.
-Tengo la impresión de que pronto comprobaré si mis sueños son solo eso, pero ruego a Aista que me equivoque. - dijo Naiarah, mirando fijamente a los ojos azules de Aleide.
-¿Que has visto en ese sueño? - le preguntó la joven elfa, su cabello rubio le cubría ambos lados de la cara, dejando ver sus dos orejas largas y puntiagudas, y dotando su rostro de una dulzura sin igual.
-He visto a mi padre cruzar los mares de Kudhun, las grandes rocas de las costas, de los arrecifes de coral. He visto la espuma golpear los barcos y las aguas mecer las embarcaciones como si fueran meros juguetes en manos de un niño travieso... Pero también he visto la muerte en forma de hombre, esperándoles en un viejo poblado.
-¿Como era ese hombre? - preguntó Aleide con los ojos abiertos, ya había olvidado que en un principio trataba de calmar a su amiga.
-El alto, tiene el cabello como tu, y tan largo que le llega a la cintura. Es muy fuerte y rápido, y conoce nuestra lengua. Sus ojos son rojos, teñidos de sangre, inhumanos, abrasadores y fríos al mismo tiempo, y no conoce la piedad.
Aleide trago saliva con dificultad, trató de recrear un hombre así mentalmente, pero solo podía pensar en aquellos ojos que Naiarah le describía.
-Ha salido de la nada, gritando al cielo, y ha matado a todos los hombres que iban con mi padre... A el lo ha dejado para el final, ¡le ha cortado las piernas Aleide! Se las ha cortado para que no pudiera escapar...- Naiarah no consiguió detener las lagrimas por mas que lo intentó, Aleide sin embargo, se había llevado una mano a la boca, y comenzaba a sentirse asustada por el relato del sueño.
-Padre se arrastraba por el suelo, suplicando piedad, y ese hombre le ha dicho en nuestra lengua “ Vas a morir viéndote reflejado en los ojos de la muerte” y luego le ha clavado la espada... por la boca...
-Es solo una pesadilla, Naiarah, calmate. - le dijo Aleide, pero ella misma estaba horrorizada tan solo de imaginar el sueño.
-Le ha matado a sangre fría...
-Solo ha sido un sueño, relajate.
-Le ha matado mientras reía.
-¿Naiarah?
-Le ha matado lentamente, disfrutando de su sufrimiento... y yo, yo...
Aleide comprendió lo que estaba a punto de suceder, así que trató de abalanzarse sobre su amiga e impedir que desatara su fuerza, como le habían enseñado y como otras tantas veces había hecho. Pero fue demasiado tarde, una oleada de aire la empujó lejos de la cama, cayó rodando sobre una de las alfombras rojas, junto con varios objetos que habían estado cerca del alcance de Naiarah.
-¡Le mataré! ¡Le mataré! - gritaba sin cesar mientras sus ojos se encendían en un resplandor rojizo. Se puso en pie sobre la cama, las sabanas cayeron mostrando su desnudez al completo. Cerrando los puños, agarrotó los músculos de sus brazos, de sus piernas, y las fibras se esbozaron levemente sobre su piel. La luz de sus ojos se encendió de un modo cegador, pasando de un rojizo a un blanco intenso que iluminaba la estancia en todas direcciones. Apretó los dientes y los tendones de su mandíbula perfilaron su rostro mientras todo su largo y ondulado cabello rojo danzaba en todas direcciones dotado de vida propia, como si fuera una hoguera de fuego vivo sin control. Su cuerpo en si se iluminaba con una aureola violeta, como si estuviese envuelto de una fina cada de brumas dotadas de luz propia, y vida, pues danzaba sobre ella a su antojo.
Aleide se puso en pie con dificultad, pues la brisa mágica que desprendía el cuerpo de Naiarah era mas que suficiente para arrastrar su delgado cuerpo, pero en aquella distancia, a unos pocos metros, esa fuerza menguaba lo suficiente como para poder levantarse y poner orden en sus cabellos, que la cegaban.
Levantó ambos brazos, abrió la mano izquierda y enfoco la palma hacia donde provenía el viento. Vio entre sus dedos el perfil violáceo de Naiarah y su cegador destello blanco proveniente de unos ojos cargados de cólera por el espíritu. Recitó el cántico que tanto le había costado aprender en sus años en Talakesh, y no fue fácil, puesto que aquel aire salido de la nada arrastraba fragmentos de objetos que se habían roto, desde un juego de copas, cerámicas y demás recuerdos que Naiarah guardaba de sus grandes viajes por el extenso y casi infinito mundo. Aun así, logró su objetivo, y sintió como su propia energía vital generaba un escudo que apartaba el viento, lo suficientemente fuerte como para caminar en dirección a su amiga.
Y así lo hizo, pero cada paso era una lucha continua contra un enemigo que la empujaba, y se vio inclinada hacia adelante, con ambas manos, como si empujase un objeto pesado que se resistiese a ser movido. Naiarah mantenía su posición, pero Aleide notaba que la fuerza del viento mágico cada vez era mas fuerte, iba en aumento y la situación se estaba volviendo una terrible cuenta atrás para ella, pues si el espíritu llegaba a surgir por completo, no le permitiría a ella acercarse, e incluso su vida podía correr peligro.
Naiarah dejó de hablar para tan solo gritar de un modo aterrador, y Aleide sintió como si el suelo y las paredes temblasen, los muebles que habían cerca de la cama salieron disparadas en todas direcciones, estrellándose y haciéndose astillas que a su vez volaban sin control y se cruzaban con su avance, rasgándole las vestiduras y causándole pequeñas heridas en brazos y piernas, así como en el rostro. Hasta que llegó a ella.
Dejó de lado el conjuro para protegerse de aquel viento, y se lanzó con todas las fuerzas que aun le quedaban en las piernas, en un salto, para alcanzar a Naiarah.
Se agarró a la cintura de la princesa, y sintió la fuerza y el calor que recorría todo su cuerpo, pero sobretodo, aquella mirada de ojos brillantes y blancos carentes de sentimientos, fríos como los de una muñeca y ardientes como los de un guerrero. Puso ambas palmas de sus manos en la espalda desnuda de Naiarah, y enterró su rostro en el pecho, pues la princesa era una mujer mucho mas alta. Apretando con fuerza, cerró los ojos y pronunció el conjuro para apaciguar el espíritu, retirarlo a los adentros de su amiga, encerrarlo entre barrotes de cordura y calma, para que no volviera a salir en mucho tiempo.
Repetía con fuerza el conjuro, una y otra vez, y no se dio cuenta de que ya había funcionado, pues estaba asustada y no quería volver a encontrarse con aquellos ojos sin pupila.
El viento cesó, lentamente, y notó una caricia en el cabello. Cuando miró hacia arriba, pudo ver que Naiarah había recuperado sus bellos ojos verdes, como las esmeraldas de su corona, y que le sonreía, no sin mostrar los claros rasgos de la fatiga que le haría caer pronto en un sueño profundo.
-No he podido controlarlo, Aleide, lo siento...
-No te lamentes, esa es mi función. Vivo para aplacar el espíritu
Naiarah besó su frente sin necesidad de agacharse, y la abrazó con mas fuerza aun que Aleide cuando trataba de calmar al espíritu
-Menos mal que estas aquí conmigo. - dijo la princesa.
-Ahora descansa, solo ha sido un mal sueño, una pesadilla, y mañana, cuando el sol bese tu rostro, también secará tus lagrimas.
Poco a poco, Naiarah se desvaneció, y Aleide no pudo aguantar su peso, así que fue dejándola como pudo, poco a poco, sobre la cama. Recogió las sabanas que habían salido volando por toda la habitación, y le cubrió el cuerpo, la besó para despedirse, y salió de los aposentos.
En el pasillo, había cinco damas del servicio, que se sobresaltaron al abrirse la puerta.
-La princesa esta bien, no debéis de preocuparos. Mañana cuando despierte, habrá que arreglar sus aposentos, pues algunos muebles y otras cosas se han destrozado.
-¿Que ha ocurrido? - preguntó una de ellas.
-Ya sabéis que ha ocurrido, hace tiempo que ocurre, no molestéis a la señora, os lo ruego.
-Estáis herida...- mencionó otra chica del servicio.
-No ocurre nada, sanaré pronto, soy de la raza imperecedera. Seguramente cuando amanezca, no me quedara ni una sola cicatriz. Ahora volved a vuestro cuarto y descansad, habrá muchas cosas que hacer por la mañana.
-Si señora.
Las sirvientas se retiraron, no sin volver la vista atrás mientras Aleide descansaba la espalda contra la dura puerta de roble que cerraba los aposentos de Naiarah.
Mañana mis heridas estarán curadas, pero mi esencia se agota de aplacar ese espíritu, nunca pensé que sería tan duro.” pensó Aleide.
Su oreja izquierda hizo un movimiento reflejo al sentir un sonido procedente de una ventana que se encontraba al fondo del pasillo. Estaba entreabierta y por ella se filtraba el sonido de unos cascos de caballo que por su repiqueteo, se aproximaba a las puertas del castillo al galope, por el camino principal empedrado, aquel que venia directo del puerto.
Caminó todo lo deprisa que pudo para el cansancio que la consumía, y se asomó en la noche. La oscuridad no le era un problema, sus pupilas se dilataron tanto como iris tenía, captando cualquier perfil, multiplicando la luz existente para darle una visión confusa para cualquier humano, no así para un elfo.
Un jinete de la guardia recorría la periferia de la muralla buscando el pórtico para entrar. En el horizonte, visualizó los mástiles de los barcos, reconociendo sus velas, y viendo uno que le resultaba familiar pero no frecuente. Una de las galeras rápidas del rey Dreeden.
El padre de Naiarah había vuelto, o quizá, ocupando su lugar, venían tan solo malas noticias procedentes de más allá de los mares de Kudhun.
Se apresuró en volver a su propio cuarto, para limpiarse las heridas y vestirse de un modo mas prudente, pues aun iba en camisón, y las astillas le habían desgarrado gran parte de los ropajes, dejando visibles la suave geometría de su cuerpo desnudo y su piel blanca como las arenas del desierto de Mraum.
Eligió un vestido sencillo de lana azul, ribeteado con hilo dorado y decorado con formas espirales de un azul mas intenso, típico de su pueblo. También se puso un collar de plata con grandes zafiros, a juego con el vestido y sus ojos. Se arregló el pelo con presteza y corrió por los pasillos, hasta la escalera de la torre, que la llevaría hasta uno de los pasillos laterales que accedían a la sala del trono.
En su recorrido pudo ver los tapices de la familia real, que tan acostumbrada estaba a ver, desde que llegó al palacio años atrás, cuando ella tenía la edad de setenta años, y Naiarah, tan solo trece. Le resultaba curioso como los humanos crecían a una velocidad aterradora, y como sus vidas se consumían casi sin darse cuenta, como una vela olvidada en una estancia, que al volver, encuentras totalmente derretida y apagada.
En aquellos tapices se narraba la historia de la familia Zakhild, sus hazañas en puertos extranjeros, sus luchas por dominar la tierra y sus intentos fallidos por conquistar los territorios cruzando el mar de Kudhun.
Le vino a la mente otra vez la pesadilla narrada por la princesa.
A lo largo de varias generaciones, la gente de Zakhild, pues la ciudad recibía el nombre de la familia desde hacía eones, habían tratado de establecer un puerto, una ciudad, una puerta que les abriera los grandes y antiguos reinos que poblaban la tierra. Zakhild solo era una isla, de extensos prados e incluso un profundo desierto en su parte sur, pero eso no parecía contentar a los monarcas. Muchos años atrás, tras varias reuniones con los señores de los reinos centrales, empezó una guerra, la mas breve que se haya conocido.
Ninguno de aquellos señores iba a ceder un pedazo de su tierra para que el reino de Zakhild se estableciese, tan solo quedaba un lugar remoto donde pequeños poblados existían. Se le aconsejo al señor de aquel momento que no intentase una acción agresiva contra los poblados, puesto que el resto de reinos estaba unido y pronto un mal caería sobre ellos, un mal llamado Warcrow. El guerrero, el único, aquel que derrotaba ejércitos son tan solo una sonrisa y un brillo de espada. El señor de Zakhild hizo caso omiso.
Poco después, veinte barcos fueron enviados, cargados de hombres, espadas, escudos y corazas, para combatir a los aldeanos que poblaban la costa de los arrecifes coralinos.
Hubo una terrible batalla, pues los aldeanos estaban preparados para enfrentarse a aquel enemigo, pero allí, junto a ellos, se encontraba Warcrow, dirigiendo a los ejércitos de hombres con guadañas y hoces. Muchos aldeanos murieron, pero ninguno de los hombres de Zakhild regresó con vida.
Se cuenta que en la primera oleada, los campesinos apenas ofrecieron excesiva resistencia, y Warcrow miró complacido como aquellos que antes habían cultivado la tierra, luchaban en desventaja pero no se acobardaban.
En uno de los tapices podía verse una recreación sobre el guerrero Warcrow. A Aleide le gustaba detenerse siempre ante aquel bordado, le parecía fascinante a la vez que aterrador. Warcrow era representado como un hombre muy alto y fuerte, sus enemigos le llegaban a la cintura, y él blandía una enorme espada de plata y oro, que segaba los cuerpos de los zakhildanos. Para Aleide, aquello era una mera exageración de un hombre humilde, sin duda valiente, que había sido un buen comandante de ejército, y que gracias a sus tácticas de combate y estrategia, había derrotado al pueblo de Zakhild.
Se decía que para los aldeanos de la costa de Kudhun, los soldados zakhildanos eran demonios venidos de más allá del mar, para prender fuego a sus tierras, violar a sus mujeres y devorar a sus hijos. Quizá por eso lucharon con tanta furia, quizá un hombre que teme perderlo todo se convierte en el hombre mas valiente del mundo.
Fuese como fuera, la sangre bañó los campos del valle de Krighkum, tanto de aldeanos como de zakhildanos, menos la de Warcrow.
Llegó a la sala del trono. Estaba vacía. Las alfombras rojas cubrían su totalidad, inclusive las escaleras que ascendían a los tres tronos, el mas grande de ellos, central, era el del rey, y uno a cada lado, para su hija y su reina.
Un reino de tronos vacíos...” pensó Aleide. La reina había muerto al dar a luz a Naiarah, en un parto lleno de dolor y gritos, apenas vivió unos minutos para contemplar el fruto de su vientre. Su trono se mantenía por respeto, puesto que el rey Dreeden la tenía aun muy presente en su memoria.
Por el pasillo lateral opuesto se escuchaban los ligeros pasos de una mujer. Aleide reconocía a las personas cuando se acercaban porque el sonido y el aroma que traía consigo el aire delataban quienes eran.
Ninneth, una sacerdotisa de Talakesh, consejera real y ahora, en ausencia de su rey, ejercía como gobierno improvisado, justo pero tenaz, digno del carácter élfico.
-Buenas noches, Aleide. ¿Como se encuentra nuestra princesa? Prometí cuidar de ella en la ausencia de su padre y no he podido evitar preocuparme cuando sus gritos se han extendido por todo el palacio.
Su voz era dulce, pero podía volverse fría como el hielo si la situación lo requería. En su mirada, Aleide veía la gloria de la raza imperecedera, en sus ojos puros y violetas, y su largo cabello grisáceo y brillante.
-Ha vuelto a tener esas visiones espantosas sobre guerra y muerte.
-Es normal, su padre ha cruzado los mares para luchar.
-Pero esta vez los sueños se repiten, lady Ninneth, y me temo que aquello que solo era una pesadilla, se vuelva una realidad.
-Es sabido que los nacidos con el espíritu de Warcrow son capaces de ver a sus semejantes, pero dudo mucho que nuestro señor Dreeden sea uno de ellos, así que eliminad esas dudas de vuestra cabeza, mi querida Aleide.
-¿Vos también habéis oído el mensajero de la guardia cabalgando hacia palacio?
-Así es. A estas horas suelo meditar, como deberías hacer tu de vez en cuando, y no caer en la torpeza del sueño humano. Si no meditas, pronto te agotarás.
-Haré lo que me decís, mi señora.
Razón no le faltaba, y Aleide lo sabía. Pero Naiarah le pedía cada noche que durmiese con ella, puesto que los sueños a veces lograban desatar aquella extraña furia que la princesa consideraba una maldición.
Esta noche meditaré para llenarme de esencia todo lo que pueda, quien sabe que conjuros necesitare la próxima vez para aplacarla...”
El ruido de unas botas de cuero la alarmó, e instintivamente dirigió las orejas hacia el punto de donde provenía el sonido.
-Aleide... las orejas... - le reprochó lady Ninneth.
-Perdón, mi señora. - Le costaba mucho evitar el impulso natural, pero según Ninneth, mover las orejas continuamente enfocándolas hacia los sonidos era vulgar y salvaje, y los humanos debían ver en ellas la elegancia y la belleza, no un movimiento de orejas como un vulgar felino.
No pudo evitar sonrojarse un poco, y en parte, tuvo que hacer un ligero esfuerzo para no sonreír.
Las botas que resonaban en el pasillo principal eran de un soldado ataviado con la armadura de la guardia de palacio, que hacia funciones de vigilancia en el puerto. No llevaba coraza, pero si iba protegido con cuero tachonado y una cota de anillos gruesos.
En su mano portaba un pergamino enroscado y sellado con lacre rojo con el símbolo real.
-Mi señora. - dijo el guardia, arrodillándose ante Ninneth y Aleide.
-Levantaos, guardia, no hay realeza aquí a la que postrarse. Decidme que os trae a estas horas de la noche. - dijo Ninneth.
-Os traigo un pergamino que acaba de cruzar el mar de Kudhun, sin duda son malas noticias, pues solo tres hombres han vuelto.
El rostro de Ninneth pareció congelarse, y tardo varios segundos en extender la mano y coger el pergamino, la mirada del guardia era sombría, sin duda alguna.
-Podéis retiraros.
-Mi señora...
Ninneth se dio la vuelta mientras el guardia se marchaba por el mismo pasillo, rumbo seguramente, hacia los puertos otra vez, donde debería terminar el turno de noche.
Ninneth caminó unos pasos en dirección al trono, pero no ascendió las escaleras. Cuando lo hizo, su túnica morada ondeó gracílmente. Con ambas manos, despegó el lacre y desenrolló el pergamino, leyendo para si misma. Se llevó una mano a la boca, y poco después, Aleide pudo ver como una lagrima caía por su mejilla derecha.
-El rey... ha muerto. - dijo Ninneth, entregándole el pergamino a Aleide sin mirarla, y si ella no lo hubiera cogido, seguramente se le habría caído de las manos.
Aleide no pidió permiso, sin más lo extendió y se puso a leer.
Lady Ninneth, os escribo para informaros que nuestra majestad el rey ha caído en combate, junto con la gran mayoría de nuestros hombres. El principal destacamento es ahora historia. Tan solo quedamos diez hombres, y tres de nosotros partirán en cuanto termine de escribir y sellar esta carta con el anillo que recogí de la mano muerta de nuestro señor Dreeden.
Warcrow ha vuelto. Nos estaba esperando, y ha masacrado a la gran mayoría. Él mismo ha dado muerte a nuestro señor, de un modo horrible, mientras reía.
No creo en el consejo, ni en la palabra que dice que ese hombre representa la unidad de los reinos. Es el mal en esencia pura, es un demonio de los infiernos, es inmortal y sádico, pero por desgracia, es también invencible.
Si sobrevivimos o logramos escapar, os iré informando sobre la situación, pero por segunda vez, hemos perdido la costa coralina.
La maldición sigue sobre nosotros.

Atentamente: Briak Tenloss, teniente de la guardia.”

Cuando Aleide terminó de leer la carta. Vio que lady Ninneth se había sentado en los peldaños que ascendían al trono. Se cubría el rostro con ambas manos, y las lagrimas brotaban de entre sus dedos para caer en la alfombra roja, oscureciendo su tejido y dando la sensación que lloraba sangre.
Era sabido que Ninneth sentía un gran amor hacia su señor, que no era correspondido por el recuerdo de su antigua reina, pero el pueblo ya la había aceptado como posible nueva reina, aunque su raza fuera élfica, pues a diferencia de los reinos centrales, en Zakhild, los imperecederos no estaban mal mirados si se unían con mortales.
Todo el temple, la frialdad, la dureza y la justicia que existía en Ninneth, desapareció por completo.
-Despertad a lady Naiarah. - dijo casi gritando a Aleide.
-Ahora descansa mi señora, será imposible despertarla hasta que no recupere sus fuerzas.
-Despiértala ahora mismo, te lo ordeno. Despiértala y traela ante mi.
-Como deseéis.
Aleide se lanzó a la carrera por los pasillos para llegar al torreón donde estaba la escalera que le llevaría a las plantas superiores. En el palacio, un silencio absoluto reinaba cada rincón, y tan solo se veía quebrado por las pisadas y el jadeo de su aliento.
La puerta de roble crujió cuando la empujo para entrar en los aposentos de Naiarah. Para su sorpresa, la princesa estaba despierta.
-Mis visiones eran ciertas, ¿verdad, dulce Aleide?- le preguntó nada mas cruzar el umbral.
-Lady Naiarah, yo...
-¿Os envía Ninneth?
-Así es.
-No perdamos tiempo.
Saltó de la cama con una decisión no apta para alguien tan agotado como debería estarlo, y cogió una túnica roja de suave seda. Caminando hacia la puerta se la puso, y estuvo a poco de salir al pasillo desnuda, Aleide la seguía de cerca. Ni siquiera se calzó los pies.
En la sala del trono, lady Ninneth esperaba sentada en el lugar que antes hubiera ocupado el padre de Naiarah, en su mano aguantaba aun el pergamino que Aleide le había devuelto antes de ir a buscar a la princesa.
Naiarah subió las escaleras, no dijo nada, tan solo abrazó a Ninneth, que estalló en un llanto desesperado.
-Ha muerto, mi señora- dijo Ninneth.
-Lo se... lo he sabido desde hace algún tiempo.
Luego reinó el silencio entre ambas, bajo la mirada atenta de Aleide, tan solo los sollozos de Ninneth retumbaban en las blancas paredes de la sala del trono.
-Aleide, ves a despertar al armero, necesitaré de sus servicios ahora mismo. - dijo Naiarah
-¿Ahora? - preguntó extrañada Aleide.
-Si, ahora. Dile que se apresure.
-Si, mi señora.
Cuando Aleide se marchó en busca del armero, Naiarah cogió con ambas manos el rostro desesperado de lady Ninneth, levantando su rostro para que la mirase directamente a los ojos.
-Se del amor que sentíais hacia mi padre. Sin duda es diferente del amor que siente una hija, pero estamos juntas en este dolor.
-Princesa, yo...
Naiarah le acarició el rostro.
-Es el momento de que mi camino comience, aquel para el que he nacido. Mandareis al armero que en su maestría me construya una armadura, usando la antigua que mis antepasados utilizaron, la armadura de escamas de dragón. Que del escudo que descansa a vuestras espaldas, sean usados los colmillos de la misma bestia para fabricarme dos largas espadas, y que no pierda el tiempo con decoraciones, puesto que no hay ni un segundo que perder. Aleide vendrá conmigo para calmar mi espíritu si fuera necesario, cuidaremos de nosotras mismas, pero no llevaré a nadie más. A vos os necesito aquí.
-Pero vuestro padre dijo que no permitiera que os marcharais. - dijo Ninneth entre sollozos.
-El día de mi despertar, vi este momento. Sabía que las cosas serían así pero no he podido aceptarlo hasta saberlo esta noche. Vos cuidareis de mi reino, como consejera y ahora como si fuerais la mismísima reina, se que lo haréis bien y mi padre estaría de acuerdo conmigo en que no existe nadie mejor que vos.
-¿Donde iréis?
-Iré donde quiera que esté aquel que llaman Warcrow, y desataré todo el poder del espíritu de la venganza, y no cesaré en mi empeño hasta verle muerto o perder la vida en el intento.

sábado, 10 de mayo de 2008

Capítulo 5 / Segunda Parte

Un nuevo día nacía lentamente. El cielo despejado comenzó a trazar pinceladas rojizas y violáceas procedentes del lejano horizonte, donde altas montañas se extendían. La luz del sol fue llegando a su esplendor y mostrando los hechos que habían acontecido en la noche. Una batalla sin igual, solo vista en los tiempos antiguos, cuando el guerrero único y todopoderoso Warcrow luchó para unificar la tierra y los reinos. Yerld despertó y trató de apartar la vista de la destrucción que había dejado a su paso. Apenas recordaba nada de lo sucedido, sabía que él y Komth habían llegado a un trato para desatar el gran poder oculto, pero otros temas le preocupaban mucho más que los suyos propios.
Malice aun seguía dormida, a su lado. Aun el calor del día tardaba en llegar. Le cedió el resto de la manta que ambos habían utilizado para protegerse del frío nocturno, envolviéndola con sumo cuidado de no despertarla. El conjuro para calmar su espíritu era tan purificador que al despertar, Yerld lo había hecho encontrándose lleno de energías, pero intuía que el esfuerzo por parte de Malice había sido desmesurado, teniendo en cuenta la magnitud de la ira que él mismo había desatado.
Cientos de cadáveres poblaban el valle proporcionando una vista aterradora. Habían sido sus enemigos y ahora estaban muertos, era la ley de la guerra. No existe piedad, no hay perdón. Pero aquellos conceptos no encajaban en el modo en que Yerld veía la vida. Entre aquellos rostros, había hombres de edad avanzada, seguramente veteranos en la lucha, pero por otra parte podían verse a jóvenes, con sus cuerpos completamente destrozados y los trazos del dolor grabados en su expresión.
No habían tenido ninguna oportunidad de defenderse ante tal fuerza, y seguramente con una pequeña demostración del poder del espíritu hubiera bastado para hacerles retroceder, para asustarles. Pero era ya demasiado tarde.
<< ¿Es este el legado del espíritu? Si es así, que Aista me perdone. >> pensaba Yerld al contemplar el fruto del desatar de su espíritu. Aquellos hombres luchaban por un simple y único motivo, un precio, monedas, quizás tierras prometidas. Fuese lo que fuese lo habían hecho por su propio porvenir, algunos alentados tal vez por la necesidad, quizás por el hambre, quizás tal vez por mantener una familia que seguramente esperaba con nerviosismo ese regreso que ya jamás tendría lugar.
La muerte en si era un duro precio a pagar para Yerld, su conciencia estaba saturada de rostros y de dolor, pues nunca nació para ser un guerrero, la vida le había llevado por esos senderos y escapar del trazo del destino es tan imposible como hacer que caigan los cielos. ¿Cómo compensar la muerte de tantos por un solo objetivo? Cada día que pasaba, cada instante, cada batalla, cada muerte, hacía crecer el odio que Yerld sentía por el gran Warcrow y su maldito legado.
Caminó entre los cuerpos desmembrados con sumo cuidado, no quería observarles, solo andar más allá de donde se extendía la muerte, pero no pudo evitar bajar la vista y observar. A sus pies encontró a un muchacho, tenía los ojos abiertos y secos, la boca entreabierta en un grito de agonía, y era de entender, un terrible corte le había abierto el vientre y sus intestinos se habían desparramado por el verde prado. Con su mano derecha sujetaba aun con fuerza una pequeña daga, con la izquierda aferraba un colgante que aun se mantenía anclado en el cuello del joven. Yerld se agachó para observarle, apartó la mano que sostenía el colgante y lo observó. En el estaba grabado el nombre de “Klaz”, posiblemente sería su propio nombre, o quizás el nombre de alguno de sus antepasados, tal vez su padre. Era una piedra negra de río con un pequeño orificio por donde una fina cuerda de cuero pasaba.
Los ojos de Yerld se cerraron con fuerza, sus dientes rechinaron y le fue imposible no derramar lágrimas ante tal horror. Con delicadeza desató el colgante, y dándole dos vueltas sobre su muñeca derecha, se lo aferró sobre la muñequera de cuero.
“Escúchame, Komth” se dijo para si mismo.
-Ahora nada de lo que puedas decir cambiará lo que hiciste- contestó el espíritu
-Prométeme…- dijo Yerld entrecortando sus palabras mientras volvía a cerrar los ojos. – Prométeme que jamás volverás a desatar el poder para cometer tal terrible horror.
-Tú fuiste quien me lo pidió, era necesaria la fuerza, un ejército se cernía sobre ti. No puedo prometer lo que no puede ser prometido.
-¡Promételo!
-Eres tu quien tiene el control de nuestra existencia, si no quieres volver a ver la masacre que se extiende ante ti, no vuelvas a desatar mi furia a la ligera. Apenas descargaste una minucia de tu poder, eres capaz de mucho más dolor, de mucha más muerte. El enemigo es todo aquel que quiera dañarte, dañarnos, y en esos casos bien utilizado esta.
-Ahora tengo conciencia del poder, puedo controlarlo, puedo acallar tu voz cuando así lo vea conveniente. Por lo tanto te digo que jamás volveré a desatar el poder para provocar la muerte de aquellos que pueblan el mundo, tan solo descargaré mi ira sobre los que desean la destrucción de los demás. Es mi don, mi maldición, yo decidiré como darle uso. – explicó Yerld
Hubo un silencio, luego Komth prosiguió.
-Si es así, no tardes mucho en llevarme a la morada de Warcrow. Deseo tanto como tu liberarme de esta esclavitud en la que me veo sometido por tu conciencia. A estas alturas debería ser yo quien ocupase tu consciente y tomase las decisiones pertinentes, pero por ahora no me es posible, y detesto admitir que no podré cambiarlo. Llévame hasta Warcrow, libérame y déjame volver con mi progenitor, solo así te libraras de esta carga. El camino es simple de recorrer, pero sabes bien que al final tendrás que enfrentarte a tu hermano de espíritu, él te estará esperando en las puertas de la antigua tumba, él ansía tu muerte, y tu la suya, y aquel que sobreviva ganará la parte del espíritu incompleto que reina en ambos. Yo existo en vosotros dos, se que uno de los dos debe morir, y entonces seré tan poderoso que ni tu, aunque fueras el vencedor, podrás detener la fuerza de mi conciencia. Entonces la elfa deberá morir y llevarme hasta Warcrow. Ese es tu destino.
-Antes me dejaré matar que sacrificar a Malice. – sentenció Yerld.
La risa de Komth resonó en el interior de Yerld, una risa malvada y desgarradora. - ¿De verdad te dejarías matar? Conoce a tu rival y luego decide, bárbaro.
La vista de Yerld dejó de responder, había luz, una luz cegadora, después se hizo la oscuridad y se encontró solo en un basto desierto de piedras, no era de noche, ni de día, era un espacio carente de aire, donde el polvo estaba suspenso, quedo. Una figura apareció en la lejanía, la figura de un guerrero que caminaba a paso lento hacía Yerld.
Yerld descubrió que a sus espaldas la luz aun tenia cabida en aquella realidad irreal, pero aquel guerrero, aquel hombre que caminaba hacía él, era el foco de la oscuridad, la eterna noche le seguía y se expandía sobre la luz a cada paso que daba. Un escalofrío recorrió todos los músculos de Yerld, y pronto supo de quien se trataba.
Sortz.
Sus pasos se detuvieron justo delante de Yerld, a unos dos metros escasos. Su expresión era aterradora, unos ojos perfilados en negro como el carbón, donde todo ápice de esperanza se perdía, donde residía la maldad en estado puro, donde el odio había germinado y exterminado todo sentimiento de bondad y piedad.
Sortz sonreía con malicia, sabía bien donde se encontraba, sabía que todo aquello no era mas que una visión creada por Komth para preparar un encuentro que sin duda aclararía mucha de las dudas acerca de ambos enemigos, pero Sortz parecía tener muy claro el trazado de los hechos.
-Por fin nos encontramos,…hermano. – dijo Sortz
-Tú no eres mi hermano, eres un engendro procedente de los infiernos. – dijo Yerld buscando su espada, y descubriendo que estaba totalmente desarmado, al igual que su enemigo.
-Es cierto que no hemos compartido vientre de mujer, pero compartimos el espíritu de Komth. He venido por que él me ha llamado, y vengo a decirte que voy a matarte.
Yerld caminó hacia Sortz, la oscuridad no le dejaba ver bien su rostro, y quiso asegurarse de la geometría de este, quería estar bien seguro de quien era su enemigo.
La sorpresa le sobrevino cuando al observar a Sortz se vio a si mismo.
Sortz reía. - ¿Te das cuenta? Somos prácticamente iguales, solo que tu naciste con el cabello rubio y los ojos claros, pero tenemos la misma faz, el mismo cuerpo. No podrás negarme ahora que somos hermanos, ¿Verdad?
-Nunca tendrás el espíritu de la ira. – dijo Yerld seguro de si mismo.
-Eso ya lo veremos. – contestó Sortz
-Caminaré hacia la tumba de Warcrow y entregaré el espíritu incompleto, entonces Warcrow podrá despertar y masticar tu esencia.
-Nunca llegarás a tiempo, estaré esperándote en las puertas, nunca las cruzarás con vida. Y puesto que tu espíritu será mío, también me quedaré con esa joven elfa que te acompaña. La haré mi concubina y profanaré su cuerpo el resto de la eternidad, en tu honor. – dijo Sortz, acto seguido estalló en carcajadas que resonaron en el extraño vacío que les rodeaba.
Yerld sabía de sobras que Sortz trataba de provocarle. No tenía sentido comenzar allí una batalla puesto que no podía dañarle. Aun así no pudo evitar que el poder del espíritu emanara ligeramente, iluminando sus ojos con el fuego rojo que ardía en su interior.
-Quizás te parezcas a mi en aspecto, pero para nada eres como yo. Sabes bien que no te será tan fácil, y albergas la duda y el miedo. Sabes que soy tan capaz de matarte como lo eres tú, y eso te quita el sueño. Nos veremos en las puertas de la muerte, y allí te despedazaré miembro a miembro, recorreré el mundo borrando tu legado y destruiré toda presencia tuya para que seas olvidado, olvidado para siempre.
Las risas de Sortz cesaron, su expresión se cargó de cólera y apretando los dientes aproximó su rostro al de Yerld, tanto que casi se tocaban.
-Mira mis ojos y veras de lo que soy capaz, contempla la fuerza que poseo y veras que no albergo esas dudas que mencionas. – dijo Sortz
Un destello brotó de aquella mirada, dando paso a una espiral creciente que envolvía la visión de Yerld, una espiral de fuego donde imágenes brotaban sin sentido. En ella vio muerte, rostros de dolor y sufrimiento. Vio castillos completamente arrasados, vio un palacio envuelto en sangre donde su rey era devorado ante los ojos de sus súbditos, vio un terrible ejército que se extendía sobre las llanuras de los dragones camino a Silenia, y por último vio un majestuoso palacio nacarado en llamas, donde miles de doncellas eran violadas y masacradas.
-¡Talakesh! – dijo Yerld
-Así es, hermano. Talakesh dejó de existir. Es una pena que tu amigo medio-bestia se dirija allí con su hembra elfa y ambos encuentren la muerte. Mis hombres estarán esperándoles y caerán sobre ellos como una manada de hienas. Es un placer disfrutar de tu dolor. – dijo Sortz
Yerld perdió la concentración, Rohbek estaba en peligro, Pauna también, ¿Quién o que estarían esperándoles? Tenia que correr en su ayuda. Malice estaba durmiendo, tenían que partir inmediatamente. No había tiempo que perder.
La desesperación hizo acto de presencia y Yerld descargó un terrible golpe en la cara de Sortz, este apenas se inmutó, y le devolvió una sonrisa.
-Pronto nos veremos, hermano, y ese día será tu fin. – dijo Sortz
La luz se intensificó, la oscuridad volvió y Yerld pudo abrir los ojos. El campo de batalla, los cadáveres, él en mitad de aquella masacre. Se giró rápidamente y pudo ver las tiendas en donde, en una de ellas, descansaba Malice.
Llegó corriendo hasta el umbral de la entrada. Se agachó y trató de despertarla sin ápice de brusquedad.
-Malice… debemos partir. – dijo Yerld
Ella, al despertar le sonrió y le acarició la cara. Asintió con un gesto.
Mientras se ajustaba el cinto y recogía su arco y su carcaj, Yerld le explicó lo que había visto en aquella ilusión. Le explicó que Rohbek y Pauna estaban en grave peligro, pues Sortz había mandado seguramente un destacamento para atacarles, esperándoles en los restos de Talakesh, que había sido destruido.
La noticia cayó sobre Malice como un jarro de agua fría. Toda presencia de sueño desapareció en su rostro y ambos partieron corriendo en dirección norte, dejando atrás el valle poblado de muerte, donde pronto los pájaros del cielo dieron buena cuenta al no haber presencia humana, tan solo los muertos. Tiempo después esa región fue llamada “la batalla del noveno” por las gentes que conocieron la leyenda, a manos de Gioc, pues según narraron sus historias, fue allí donde Yerld tuvo el primer autentico despertar del espíritu.
Corrieron por los prados a toda velocidad mientras el sol iluminaba el mundo que se encontraba ante sus ojos. El llano de verde hierba pronto pasó a convertirse en leves ondulaciones con arbustos bajos, y en lontananza podía observarse el trazo de la vieja cordillera norteña con sus picos helados. A sus pies descansaba uno de los bosques más frondosos del mundo, y antiguo como ninguno. Detrás de aquellas montañas, y ligeramente al oeste, se encontraban las ruinas del palacio de Talakesh, gloria de los nuevos reinos, ahora siendo simplemente un sueño difuso en el recuerdo de muchos.
-Aun nos quedan varios días de viaje hasta llegar a Talakesh – dijo Yerld mientras descansaban sentados en unas viejas rocas envueltas de presencia amarillenta de musgo que ya se marchitó.
-Seguramente no más de tres – contestó Malice con la respiración entrecortada. Aguantar el ritmo de Yerld era difícil, aun siendo una ágil hembra de la raza imperecedera.
-Esta noche entraremos en la profundidad de los bosques, la tranquilidad de los prados no es de mi gusto, pero menos lo es la quietud de esos árboles milenarios. Quisiera saber que se esconde tras esas sombras donde ni tan solo la luz del sol se atreve a penetrar. No existe camino alguno que lleve a Talakesh, así que tendremos que abrirnos paso entre la maleza, guiándonos solo de mi instinto. Puede que tardemos más de tres días. – dijo Yerld mientras volvía a ponerse en pie listo para proseguir el camino.
-Te olvidas de algo, ¿no crees? – dijo Malice sonriéndole. – Soy una elfa, y los bosques son mi reino. No temas, jamás te perderás donde la vegetación te rodeé si te encuentras junto a mi. Incluso esos árboles tan antiguos como el mundo, son capaces de decirnos el camino a seguir, es solo cuestión de saber interpretar sus palabras.
-¿Hablas con los árboles? No sabía que algo así pudiera hacerse. – preguntó Yerld devolviéndole la sonrisa.
-Todo lo que puebla este mundo y posee vida es capaz de comunicarse, si sabes interpretar el modo en que lo hace.
-¿Cómo habla un árbol? – dijo Yerld riendo.
-Demasiado complicado para explicárselo a un bruto como tú – contestó Malice, incorporándose junto a Yerld para volver a emprender la carrera.
El camino hacia los viejos bosques les resultaría fácil, pues el valle sufría una ligera bajada hasta llegar al linde donde los árboles antiguos se trenzaban, dando a la espesura una imagen levemente demoníaca. Aquel lugar inquietaba a Yerld, y esa sensación crecía a medida que se aproximaban. Por otra parte, Malice estaba segura de que la protección de las sombras les seria de gran ayuda, y en parte se sentiría reconfortada de volver a pisar la hojarasca.
Ninguno de ellos podía imaginar lo que allí encontrarían, algo incluso más antiguo que los árboles, algo que cambiaria el transcurso de su viaje y en cierto modo, su destino.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Yerld Capítulo 4 / Segunda parte

La noche había caído, una noche oscura sin luna ni estrellas. El grueso manto de nubes se extendía hasta los confines del horizonte. Llovía, tanto que dejó de verse la tierra de los caminos y un inmenso espejo de agua tomó forma, reflejando el repentino destello de los rayos que surcaban el cielo como la sangre recorre las venas.
-Es una suerte que llueva de este modo, así no podrá saber donde estamos.- dijo Gioc para calmar el ambiente. Rohbek y Pauna vigilaban atentamente la entrada de una pequeña caverna que habían encontrado no muy lejos de uno de los antiguos caminos.
Rohbek entendía algo de lo que había dicho el viejo trovador. Hablo con Pauna pero Gioc solo entendió un seguido de gruñidos.
-Dice que tampoco podemos saber donde se encuentra el shumun. La desventaja es mutua.- tradujo Pauna.
Rohbek oteaba la oscuridad en busca de aquellos ojos resplandecientes típicos de las sierpes. Recordó la maldita montaña azul que tanto había atemorizado a su poblado y sintió rabia por no haber acabado con todas las sierpes cuando pudo hacerlo. Desconocía que hubiera una reina en aquella colmena volante.
Con la mañana, la huida tendría lugar otra vez. Rohbek odiaba huir, no había nacido para ello, y su espíritu le pedía desde el fondo de su ser que saliera en busca del shumun. Imaginaba que se desprendía de todos aquellos ropajes inútiles, que ataba su cuchillo en una pierna y corría desnudo bajo las frías gotas de lluvia. Y entonces decidió hacerlo.
-Rohbek… ¿Qué haces?- le preguntó Pauna.
El Ultha desabrochaba el cinto del hacha y continuaba quitándose los amarres de la camisa de gasa blanca. – Voy a matar ese maldito bicho.-
-¿Pero que dices? ¿Cómo vas a salir a buscarle bajo esta lluvia? Estarás en peligro, podría hacerte daño…podría matarte.
-Moriré antes esperando aquí. Saldré, le buscaré, le encontraré y me comeré su maldito corazón mientras aun este latiendo. Esperar a que venga y nos encuentre descansando y encerrados no es la mejor de las opciones. Además, esta muy cerca, no me preguntes como puedo saberlo, simplemente lo siento, siento sus ojos ahí, detrás de los árboles y arbustos, se que espera a que el sueño nos venza para entrar y darnos muerte con sus fétidas fauces.
-No comprendo como no nos ha atrapado antes, si hubiera querido cogernos, lo tenia realmente fácil, solo con volar nos hubiera localizado.- dijo Pauna.
-Aun no se que es un shumun…- murmuro Gioc.
Nadie hizo caso de sus dudas.
-Quizás no pueda volar, quizás solo pueda arrastrarse como una serpiente.- dijo Rohbek, había acabado de desnudarse. Ató una cuerda alrededor de su pierna derecha y atrapó con ella la vaina de su cuchillo. Un cuchillo Ultha típico de su poblado, un “Greekan”, hecho de una sola pieza, hoja y empuñadura, con una hoja doble que simulaba dos colmillos.
-Volveré enseguida, pero si no lo hiciera, a la llegada de la mañana caminad hacia el norte y no os detengáis para nada.
Gioc comprendió que el Ultha se marchaba en busca de aquello que los perseguía.
-Buena suerte tengas, peludo amigo.-
Rohbek comprendió y le devolvió una sonrisa, pero Gioc aun no conocía las expresiones de los Ultha y simplemente vio una mueca en su rostro animal, mostrando los colmillos parcialmente. Aun así lo tomó como un gesto noble.
Fuera continuaba lloviendo, el cielo seguía siendo un manto espeso y Rohbek sabia que no tenía intención de desvanecerse, no hasta el amanecer. Para que el día llegase, aún quedaba mucho tiempo.
Caminó cinco pasos y abandonó el claro que precedía a la caverna, se interno ligeramente en la espesura del bosque para no quedar expuesto a la visión del shumun, podría estar cerca y verle salir de allí, poniendo en peligro la vida de Pauna y Gioc. Se agazapó tras un grueso tronco y sintió el olor de la tierra mojada que penetraba en sus pulmones. Analizó el aroma del aire tratando de hallar la presencia de su enemigo, pero en aquella bocanada, nada encontró rastro de este.
Sus pupilas se ensancharon, dilatándose tanto que sus ojos dejaron de tener color, siendo todo ellos una inmensa pupila que captaba la mas mínima presencia de luz, cada contorno que el bosque le ofrecía con la ayuda de los relámpagos que no cesaban. Caminó a cuatro patas entre la hojarasca muerta del bosque, apartando el exceso de hojas muertas para luego apoyarse, evitando así el crujido delatador de su presencia, agradeció que la lluvia hubiese dotado el manto muerto del bosque de cierta esponjosidad, haciendo su paso, a través de este, mucho mas silencioso. Tan solo su ligera respiración seria capaz de delatarle, pero ningún oído de este mundo era suficiente entrenado como para captarla.
Esperó bajo las sombras como el imaginaba que lo haría su enemigo, inspeccionó el aire una y otra vez, pero la lluvia enturbiaba esa presencia que deseaba encontrar, la ansiaba. Y sin darse cuenta, había pasado de ser la presa para convertirse en el cazador.
Trazó un esquema de avance y rastreo, sería imposible que algo tan grande como un shumun pasase sin que él percibiese nada, menos aun si el tamaño de este era mayor que los shumun que él había conocido. Debía de serlo, lo había notado cuando Pauna y Gioc hablaban placidamente sentados. Sintió como se arrastraba por la tierra, abriéndose paso a través de los árboles, arrancándolos, removiendo la vida que la hojarasca poseía, empujando las rocas… su tamaño debía de ser enorme, y algo tan grande no puede esconderse por mucho tiempo, menos aún cuando un Ultha lo buscaba cargado de furia, menos aun cuando este era Rohbek.
En su rumbo a través de la espesura, esquivando arbustos y árboles y caminando con la ligereza de alguien que no pisa el suelo, encontró un claro bastante extenso, en mitad de este, el agua se había acumulado creando un pequeño estanque. Rohbek no quería atravesar aquella zona y caminar al descubierto, pensó en rodearla. Pero fue entonces cuando sintió un cambio en el aire, algo distinto y leve en el aroma que pasaba a través de su agudo olfato. Aquel aroma acre que había sentido cuando Yerld y él habían entrado en la guarida de los shumun, aquel olor que rozaba la frontera de la putrefacción y la muerte. Entonces supo que el shumun estaba frente a él.
Se agachó y esperó, esperó el resplandor del relámpago, tarde o temprano vendría uno, y deseaba que fuera duradero, que le permitiese grabar la imagen en su mente y una vez mirando para sus adentros, analizarla y encontrar donde estaba su enemigo. El cielo se abrió en un destello, como tantas y tantas veces lo había hecho durante aquella tormenta. El bosque le pareció monocromático, con escalas de color que comprendían entre el mas puro de los blancos al mas oscuro de los negros. Vio ramas y hojas, hierva en la periferia del claro, vio el reflejo del rayo trazado en las aguas del estanque y los retorcidos troncos de los árboles milenarios con sus raíces contorsionadas que penetraban hasta lo mas profundo de la tierra. Entre todo aquel panorama de vida antigua y estática, divisó una forma redondeada y confusa, algo que desentonaba en todo aquel basto paisaje repentino. Y volvió a esperar otro resplandor, no tardó en llegar.
Aquella forma que había visto, en principio le pareció una roca desgastada por las lluvias y el viento, como tantas otras rocas que había visto a lo largo de los años, quizás con pequeñas cavidades donde el musgo crecía anclado en el mineral. Pero no era así, era un inmenso cráneo con piel pegada, escamada, escamas de gran tamaño y todas ellas reflectantes. Vio bajo aquella forma dos ojos, plateados. Cada uno de ellos estaba quebrado por la mitad en un trazo que descendía verticalmente. Eran sin duda los ojos de una enorme serpiente. Desde allí no podía ver su cuerpo, pero trato de calcular cual seria su volumen si aquella cabeza de reptil era tan grande. Por Maarthak, podía tragarle de un solo bocado. Imagino un cuerpo gigantesco escondido en la profundidad del bosque.
El tercer resplandor llegó. Una enorme lengua viperina ondulaba frecuentemente escaneando los movimientos de su alrededor, cualquier paso en falso delataría su posición y la sorpresa se vendría abajo. Era hora de actuar, de un modo seguro y preciso, para no cometer ningún error que le llevase a un final fatal. Él era el cazador, la sierpe era su presa, era ella quien debía de tener miedo a lo que iba a acontecer.
Agarró el greekan con su mano derecha, apoyó los pies desnudos en las enormes raíces del árbol que tenia tras de si, sintió como sus garras retractiles se clavaban en la húmeda madera. Sus músculos se tensaron, preparándole para dar un salto capaz de cubrir la distancia que lo separaba de su presa. El largo pelo que crecía en su espalda se erizó y sus colmillos se dejaron ver, blancos como la misma luz de la luna. La oscuridad vendría de un momento a otro.
La luz de los relámpagos cesó, abriendo la veda de la muerte, muerte anónima que le atraparía a él o al enorme shumun, pero estaba seguro que alguien iba a morir aquella noche, bajo aquella incesante lluvia macabra que se reunía por todas partes como si quisiera presenciar la batalla que iba a tener lugar en un instante.
Saltó.
Tan solo se rompió el silencio por el quebrar ligero de la madera que tenia a sus pies, un leve sonido camuflado por el embriagador goteo que los árboles proporcionaban al despojarse de la lluvia que fluía a través de sus hojas anchas. Tan solo durante un instante, Rohbek voló, voló como lo hacen los pájaros que surcan los cielos, majestuosamente, estirando sus extremidades para caer sobre su enemigo, anteponiendo su cuchillo de doble hoja para clavarlo en lo más profundo de aquella malvada carne.
Un horrible chillido desgarró la tranquilidad del claro. Rohbek había caído justo encima del shumun, sobre la parte del cuello mas cercana a la cabeza, y había hundido su greekan hasta la empuñadura, las escamas de la sierpe se habían abierto, algunas de ellas saltaron como las chispas del metal al ser golpeado por el martillo en un yunque, otras acompañaron a la doble hoja en su viaje hacia el fondo de la negra carne de la sierpe. Rohbek recordó cuando él, junto a Yerld, lucharon en aquel foso oscuro de la montaña azul. Aquella situación era similar, pero el enemigo de sus recuerdos era mucho menor y lo dominó con relativa facilidad. Este en cambio superaba su tamaño en más de diez veces.
El gigantesco shumun levantó su cabeza, su largo cuello estaba poblado de afiladas espinas que Rohbek no tardó en sentir clavadas en sus piernas mientras se agarraba con fuerza para extraer su greekan para volver a atacar. No caería fácilmente, las garras de su mano izquierda y la de sus pies habían salido al máximo de su cuerpo, garras retractiles de origen felino, como todo él. Clavadas en la dura piel de su enemigo. No le resultaría sencillo desprenderse de un rival Ultha, pero no por ello iba a dejar de intentarlo.
Rohbek vio aparecer el horizonte ante sus ojos mientras el shumun estiraba su largo cuello y lo hacia danzar en la brisa de la noche. Las espinas se clavaban una y otra vez provocándole un intenso dolor, un dolor que iba enfureciéndole a medida que lo notaba cada vez más. El shumun estiró el cuello tanto como pudo para realizar después diversas contorsiones con tal de desprenderse de su adversario. Rohbek ahora podía ver el enorme volumen de su contrincante, era realmente grande, mucho más grande de lo que había pensado cuando lo encontró en la penumbra del bosque, oculto tras la lluvia.
De repente, el cuello se arqueó hacia abajo, cayendo en picado, Rohbek se agarró con todas sus fuerzas, pero a causa de aquel movimiento, varias de las espinas entraron peligrosamente en su cuerpo, era demasiado el dolor que sentía. Pensó que si aquella situación continuaba, no podría asestarle otro golpe con la daga, demasiado ocupado en agarrarse, demasiado ocupado por el dolor. Por más que desgarrase la carne de aquel cuello grueso, jamás mataría al shumun, su punto débil debía de estar en otro lado, seguramente en la cabeza.
Decidió soltarse cuando estuviese lo más cerca posible de las copas de los árboles, una vez allí sería relativamente fácil ocultarse para volver a atacar desde otro punto mientras la mente del shumun se encontrase desconcertada por el ataque sufrido.
Sus garras se recogieron dentro de sus dedos, extrajo el greekan y lo agarró con sus fauces, colocó los pies sobre las escamas del shumun y saltó con todas sus fuerzas hacía la izquierda, donde una gruesa rama le esperaba. Se aferró a ella como pudo, dio una vuelta entera sobre la rama con tal de frenar la fuerza del impulso, aprovechando la inercia para llegar a otra rama más lejana y ponerse momentáneamente a salvo. La maniobra era sencilla, la había realizado muchas veces, incluso dolorido como estaba y sangrando, no le costaría. Pero el shumun se percató.
Rohbek creía que el susto y el dolor de la herida desconcertarían al shumun lo suficiente como para poder esconderse para luego atacar. Pero no fue así. El shumun lanzó su cola llena de púas hacia Rohbek, golpeándole la espalda y haciéndole caer en mitad del claro, donde un inmenso charco de agua se había agrupado a causa de la incesante lluvia.
El dolor era horrible, varias de las púas se habían clavado en él, otras solo le rasgaron la piel, otras en cambio, le habían rasgado la carne. Se encontró abatido, bocabajo en las turbias aguas, con las manos sumergidas junto a su pecho. Su sangre se extendía por el estanque y sintió el sabor de su propia sangre. Una de las heridas era tremendamente profunda, pensó que quizás podría verse sus huesos a través de ella. Un terrible dolor punzante recorría su cuerpo impidiéndole levantarse. Se sentía acabado.
El shumun giró dentro de la espesura del bosque, haciendo crujir la madera de los árboles que estaban a su alrededor. Se acercaba, la presa se acercaba a su cazador, ahora cazado y malherido, incapacitado para defenderse. La muerte estaba cerca para Rohbek, él lo sabía, pero no se arrepentía de su intento por defender a Pauna.
Pensó en ella, pensó en la última vez que la había visto junto a Gioc dentro de aquella cueva. Pensó que era tan bella que jamás vería ningún ser capaz de superar su belleza. Lamentó no poder volverla a ver.
En su mente, una chispa de luz fue creciendo hasta ocupar todos sus pensamientos. Era la imagen de un shumun enorme entrando en la cueva donde ella descansaba esperando su regreso. La vio asustada, arrinconada entre grandes rocas tratando de escapar de unas enormes fauces que tarde o temprano la devorarían. Fue entonces cuando la chispa se volvió roja como la sangre, tan intensa en su interior que incluso se podía ver reflejado aquel resplandor en sus ojos.
Las aguas oscuras del gran charco empezaron a ondular en dirección opuesta a Rohbek. La ondulación paso a ser pequeñas olas de agua que se apartaban de él. El shumun se acercaba lentamente con paso pesado.
Una luz resplandecía ante sus ojos, era el brillo que estos desprendían, un brillo tan intenso como un rubí. Notó un fuerte escozor en la espalda, sus heridas se cerraban por si solas, en segundos, mientras sus fuerzas volvían y sus garras se aferraban con furia sobre el barro del charco.
Cuando se incorporó, ya no había agua a su alrededor, sino una gran turbulencia que todo lo apartaba. Se giró para ver a su enemigo. En ese instante, la lluvia cesó. El cielo se abrió para mostrar una luna llena inmensa y resplandeciente que dibujaba con un brillo fantasmagórico todos los perfiles del cuerpo de Rohbek, desde las puntas del pelo que cubría todo su cuerpo hasta las roturas del contorno de los hombros, producidas por unas venas que bombeaban su sangre con una furia terriblemente contenida, haciéndolas visibles a pesar del frondoso pelo encrespado.
El espíritu había tomado forma.
En otras ocasiones, la furia de su alma había surgido al exterior para demostrar la terrible fuerza que Rohbek podía llegar a almacenar en su interior. Pero en esta ocasión era distinto, había algo más poderoso escondido en las entrañas de aquel Ultha. El shumun se percato de que algo fuera de lo normal estaba sucediendo y se detuvo a contemplar a su enemigo.
Rohbek jadeaba como un perro rabioso, y mirando hacia el cielo grito de tal manera que las almas de todos los seres vivientes de aquel bosque temblaron de terror. Su grito era cada vez mas y mas fuerte, el viento que se generaba a su alrededor aumentaba su intensidad progresivamente, sus músculos se tensaban cada vez mas y era posible ver cada fibra de su estructura.
Estiró los brazos hacia los lados, ligeramente caídos, no por falta de fuerza, sino por el agarrotamiento de los bíceps y los antebrazos. Extendió sus dedos y las garras comenzaron a salir lentamente.
El grito de Rohbek fue pasando a un alarido de dolor, sus dedos se retorcían mientras caía de bruces sobre el barro del charco. De golpe, volvió el silencio, pero en los dedos de Rohbek ya no había unas simples zarpas de Ultha con las que se agarraban a la dura madera de los árboles; no, ahora poseía unas garras de casi un metro de longitud, unas terribles garras que surgían desde la mitad de sus antebrazos hasta sus dedos, garras como sables.
El shumun dio un paso hacia atrás, abrió la boca y enseñó sus terribles colmillos, extendió sus atrofiadas alas y alzó las únicas dos extremidades llenas de cuchillas. Zarandeó su cola y en el movimiento, arrancó uno de los árboles cercanos al claro. Rohbek ahora guardaba silencio mientras contemplaba sus nuevas garras. Luego miró a su enemigo, luego, la furia se desató.

Pauna no podía dormir aquella noche, sabía que Rohbek corría un gran peligro buscando al shumun y enfrentándose solo, pero él le había dicho que no saliera de la cueva y que si no regresaba, que se marchasen por la mañana. Pauna jamás se iría sin él.
Gioc descansaba tumbado en una esterilla, un ligero ronquido se asomaba debajo de su nariz retumbando lentamente por las paredes de la cueva. Pauna no podía comprender como aquel anciano era capaz de conciliar el sueño después del día que había tenido que vivir. Pero así era. Sin embargo ella no lo había intentado, esperaría a que Rohbek regresase a la cueva o saldría a buscarlo en breve si no regresaba.
Revisó una vez mas su bolsa llena de pócimas que ella misma había elaborado. Comprobó que las mas potentes relacionadas con la curación de heridas y venenos conservaban aun sus propiedades. No le era difícil, solo tenía que oler el tapón empapado para saber si todo estaba en orden. Había dedicado años al aprendizaje, preparándose para una situación como la que se encontraba.
Algo perturbó sus comprobaciones, un sexto sentido le dijo que algo no marchaba bien allí fuera. No sabía bien el origen de aquella exaltación, pero había notado un extraño escalofrío recorrer su espalda, y no era la primera vez que sentía aquello. Las veces que esto ocurría habían sido cuando Rohbek había estado en peligro o incluso herido, y sintió miedo.
Agarró la bolsa de pócimas y comenzó a correr. Salió al exterior de la cueva, todavía llovía intensamente, el cielo no estaba tan nublado como antes, pues al entrar en el cobijo de la cueva, un oscuro manto de nubes reinaba en el cielo. Ahora, la luna se dejaba ver por un pequeño claro, permitiendo a sus rayos de luz penetrar en la negrura de la noche y haciendo posible que Pauna, gracias a sus ojos élficos, pudiese ver en la oscuridad. En una oscuridad total también le era posible ver, con mayor dificultad, simplemente los contornos de los objetos que se encontrara a su alrededor, y es que la raza de los elfos tienen la gran habilidad de amplificar la luz que ven a través de sus ojos, pudiendo reducirla en el caso de encontrarse con todo lo opuesto, una luz muy intensa y cegadora.
Con aquella luna brillando con fuerza, para Pauna era como ver el bosque al atardecer, cuando las sombras que se esconden durante el reinado de la luz y empiezan a surcar la tierra alegres por la caída del sol.
El bosque era demasiado extenso, era demasiado frondoso, y encontrar a Rohbek utilizando los sentidos era muy difícil. ¿Hacia donde abría dirigido sus pasos en busca del shumun? ¿Cómo encontrarle en aquella inmensidad?
De una cinta de cuero colgaba una bolsa pequeña que quedaba prácticamente oculta entre los pliegues de su túnica. En ella, Pauna guardaba algunos recuerdos, semillas de plantas exóticas que le habían resultado curiosas y que había recogido a lo largo de su vida, y algunas baratijas que le resultaban agradables a la vista. De entre ellas, escogió una en particular, era parecido a un brote silvestre, pero muy bien elaborado en plata. Tiró de dos salientes entre el amasijo de pequeñas hojas y ramas, dando lugar a una ligera diadema flexible que colocó en su frente. Una hoja más grande que las demás caía en forma de adorno descansando entre sus cejas. Era una joya preciosa, pero Pauna no se la había puesto por puro placer, pues un poder se ocultaba detrás de aquella delgada obra de orfebrería.
Pauna volvió a otear el horizonte, esta vez haciendo uso del extraño poder que la diadema le otorgaba. La imagen que ahora sus ojos percibían del mundo había cambiado. Todo aquello de origen vegetal, quedaba relevado a un segundo plano en su visión, meras formas, siluetas fantasmagóricas de un verde fatuo que oscilaba en intensidad de mayor a menor y viceversa. La vida animal del bosque parpadeaba con un tono lapislázuli llegando a un blanco cegador dependiendo del tamaño que esta representaba. Vio tantas y tantas luces a su alrededor que jamás encontraría a Rohbek si se paraba a estudiarlas una por una. Pensó que aquel poder no le ayudaría demasiado, pero le serviría de base para encontrarle.
De todos los resplandores blancos, solo tres eran de gran tamaño, había uno muy lejos, en lontananza, mientras que otros dos se retorcían juntos a no demasiados metros. Pauna pensó que quizás fuera un oso atacando a un lobo solitario, cualquier animal podría confundirla, pero era mejor que quedarse a esperar dentro de la cueva.
Caminó directamente donde las luces blancas parecían luchar entre ellas, pronto descubrió que no se equivocaba, pues Rohbek era una de aquellas luces, y el shumun, la otra.
Pauna se quitó la diadema mientras corría a través de la espesura para llegar al claro donde Rohbek y su enemigo se enfrentaban en una lucha a muerte. La visión del mundo al natural era muy distinta y desconcertante, tantos árboles y arbustos a su alrededor la confundían y se sentía perdida en aquel mar de ramas y hojas que se balanceaban caóticamente a causa de los ininterrumpidos golpes de lluvia.
El suelo se estremeció, a punto de quebrarse para desaparecer bajo sus pies. Se agarró con fuerza a uno de los árboles anchos que se encontraba cerca de ella, el estruendo enmudeció todos los demás sonidos del bosque, incluido el de la fuerte lluvia. Pronto descubrió que la lluvia desaparecía sin más, pues estaba justo bajo el claro de nubes donde la luna se burlaba de ella desde lo alto de aquel cielo negro y purpúreo. Caminó a ciegas prácticamente, la frondosa espesura del bosque le bloqueaba todos los pasos para dirigirse hacia el sonido, se agachó para poder cruzar mejor un estrecho entre dos troncos e incluso tuvo que reptar por las humedecidas hojas muertas que albergaban el blando suelo terroso del bosque.
Chillidos y rugidos se escuchaban procedentes de la zona que se encontraba frente a ella, estaba muy cerca, debía de estarlo. Se puso en pie y trató de abrirse paso a través de las ramas apartándolas con las manos, agachando ligeramente la cabeza. Fue entonces cuando por fin, llegó al claro. La batalla continuaba.
Rohbek no parecía él.
Vio su cuerpo cambiado, su pelaje estaba totalmente erizado, en especial la parte que dividía la espalda, una cresta de pelo subía desde media espalda hasta llegar a la base del cráneo. Sus rayas atigradas habían desaparecido, ahora todo su pelaje era negro. Sus orejas que siempre habían sido pequeñas y ubicadas ligeramente a los lados de su cabeza, ahora eran largas y ocupaban una posición mas elevada, totalmente erguidas. De su boca sobresalían dos largos colmillos blancos como la misma luna que iluminaba el bosque desde el claro de nubes, unos colmillos ligeramente arqueados hacia el interior de su boca, cuando a Rohbek jamás se le podían ver en estado normal.
Algo estaba sucediendo, algo que quizás no fuera bueno y que, por supuesto, escapaba a la comprensión de Pauna.
Después de todos esos cambios, aun seguía pareciéndose a Rohbek, era Rohbek, no cabía la menor duda, pero era una versión de él mismo pincelada con toques monstruosos. Contemplarle allí bajo aquella luz, en aquel claro del bosque, daba escalofríos. Pauna tuvo que buscar entre sus recuerdos para saber que nada tenía que temer de Rohbek, ya que el miedo había comenzado a calar en su alma. Pobres de aquellos que vieran esa imagen sin conocer al autentico Rohbek, pues el terror se adueñaría de ellos tan solo con ver su sombra.
Quizás lo más terrible de todo no fuera aquel pelaje oscuro, ni lo encrespado que estaba, ni siquiera aquella expresión de furia, sino aquellas garras largas como espadas que abrían la carne desde los nudillos hasta el final de sus dedos.
El shumun atacó lanzándose sobre Rohbek con las fauces abiertas de tal modo que podría haberlo engullirlo de un bocado si hubiera conseguido atraparlo. Un rápido zarpazo le apartó de aquella idea. Fue tal la fuerza del corte que seccionó un trozo de carne de sierpe, gran parte de su rostro, llevándose consigo el ojo izquierdo. El shumun retrocedió arrastrándose, usando aquellos apéndices mal formados e introduciendo su cuerpo en la espesura del bosque. Rohbek se abalanzó contra la sierpe y le asestó una estocada clavándole aquellas largas zarpas casi por completo, las escamas del pecho del shumun saltaron por los aires, mientras que otras, que habían aguantado la embestida, producían chispas mientras las largas garras iban adentrándose en la carne.
El dolor que el shumun sentía era aterrador. Su cola hizo acto de presencia en el claro del bosque, surcando el cielo sobre los árboles, golpeando a Rohbek en el abdomen. La fuerza del impacto era tal que si Rohbek hubiese sido un hombre normal, le abría partido en dos.
El golpe le desplazó varios metros hacia atrás, impulsado por una fuerza descomunal. En su frenada, Rohbek quebró varios arboles al impactar. Descansó durante unos segundos en una cuna de astillas y ramas rotas, se incorporó y aprovechando los troncos caídos, se impulsó con las piernas aplicando tanta fuerza que prácticamente voló sobre el claro del bosque, con ambas garras hacia delante. Su enemigo no esperaba esta reacción. Rohbek acabó justo debajo de la gran mandíbula del shumun, con las garras de la mano derecha clavadas en su largo y grueso cuello, mientras se agarraba arañando las escamas del rostro con su mano izquierda. El shumun trató de despegarse de Rohbek utilizando sus zarpas, una de ellas le alcanzó y lo arrojó en el barro del claro. Apoyó todo su peso para aprisionar al Ultha y lo hundió medio metro en la tierra. Levantó su enorme cabeza todo lo alto que pudo y descargó un terrible golpe sobre Rohbek, quien trató de frenarle con las garras.
El shumun abrió su terrible boca llena de afilados dientes, donde sus dos largos colmillos cargados de veneno se dejaron ver. El intento de Rohbek por detener aquella embestida fracaso, pues el shumun cerró sus fauces sobre el brazo de este, atrapándoselo. Pauna pensó que le arrancaría el brazo.
Tiró con fuerza hacia arriba para desmembrar a Rohbek, incluso arqueó el cuello para darle mas potencia al movimiento, pero lo único que consiguió fue despegar al Ultha del barro, llevándoselo consigo a una considerable altura. Rohbek seguía con el brazo atrapado dentro de la boca del shumun, sus colmillos ya le habían inyectado el veneno. Sintió un gran dolor y una quemazón interna, el bombeo de su corazón se disparó más aun, pero sus fuerzas no decayeron.
Rohbek giró sobre si mismo, impulsándose con las piernas sobre el cuello del shumun, para acabar cayendo sobre la cabeza de este. Su brazo se quebró y el crujido resonó en todo el bosque.
Se aferró con las piernas en torno a la cabeza de su enorme enemigo, clavándose las numerosas púas que este poseía a lo largo del cuello. Levantó el brazo izquierdo para asestarle una estocada letal, pues su brazo derecho aun seguía atrapado en la boca de la sierpe. Dejó caer las garras con toda su fuerza y sintió como atravesaban escamas, carne y hueso, para dar con su sistema nervioso. Las cuchillas de Rohbek removieron el cerebro de aquel monstruo, dándole muerte en décimas de segundos.
La cabeza cayó pesadamente sobre el barro del claro, su mandíbula perdió fuerza y Rohbek pudo zafarse de aquella presa que le había costado todos los huesos de su brazo. Luego Rohbek caminó varios pasos torpemente, y cayó rendido al lado de su enemigo muerto.
Pauna abandonó el cobijo de la espesura para socorrer a Rohbek. Trataba de abrir su bolsa llena de pócimas mientras lloraba. Quizás era demasiado tarde para él, quizás nada podía hacer por salvarle la vida.
El veneno de los shumun era intenso en baja dosis, pero aquella bestia debía de haberle suministrado a Rohbek una cantidad enorme.
Llegó hasta él y se dejó caer sobre el barro, se acercó a su rostro para ver su mirada, pero los ojos de Rohbek estaban perdidos en la negrura de la noche.
-¡Rohbek! ¡Rohbek! ¡Contéstame! – gritó mientras examinaba su cuerpo magullado con nerviosismo.
Fue entonces cuando pudo ver como los huesos del Ultha iban organizándose lentamente y reestructurándose. Rohbek poseía el mismo poder que Yerld, era capaz de curarse por si solo.
De las heridas del brazo, una destacaba más que las otras. Era una enorme perforación en el antebrazo, donde el colmillo del shumun se había clavado e inyectado el veneno. Pauna observó como la herida se cerraba lentamente, y justo antes de desaparecer, el veneno comenzó a manar hasta que fue expulsado completamente de su cuerpo. El resto de heridas iban cerrándose al mismo tiempo, el color de su pelaje se tornaba otra vez anaranjado y rojizo. Por ultimo, sus garras fueron retrocediendo para desaparecer dentro de la carne, como si jamás hubieran estado allí.
Rohbek volvió a ser el de siempre.
-Pauna…- dijo Rohbek con dificultad.
-¡Rohbek!
-Pauna…te dije…que me esperaras.
-No podía esperar…lo siento – dijo ella sonriéndole mientras las lagrimas surcaban su rostro.
-No importa…llévame…llévame a la cueva.
Pauna le ayudó a incorporarse levemente y le hizo beber una de las pócimas que guardaba en la bolsa de piel.
-Bebe esto, te sentirás mejor.
Rohbek bebió con dificultad. En su cuerpo una pequeña chispa de energía brotó, la suficiente como para poder levantarse del barro y caminar lentamente. Aun así, su cuerpo estaba dolorido y exhausto.
-Necesito dormir, mañana he de despertar pronto.
-¿Pronto? Descansaras todo lo que necesites antes de partir.- apuntó Pauna
-No, tenemos que llegar a Talakesh como sea, y antes de marcharnos, he de volver aquí.
-¿Aquí? ¿Para que? El shumun esta muerto.
-Quiero sus colmillos como colgante.
-¿Solo para eso quieres despertar temprano y volver a este barrizal? – preguntó Pauna
-No, también prometí que me comería su corazón… ¡Y así lo haré!

martes, 28 de agosto de 2007

Yerld Capítulo 3 / Segunda parte

La pequeña carreta de Azorín llegaba lentamente al poblado de los enanos. En la primera jornada de ascenso al paso entre las montañas, Lhundair ya había percibido la presencia de algunos ojos curiosos ocultos tras las rocas y los arbustos. Al principio paso miedo, quizás por el hecho de desconocer el origen de aquellas miradas. Azorín la calmó:
- No os preocupéis, noble dama, esos resoplidos entre la arena y las rocas solo pueden proceder de los pulmones de un enano. Son los guardias del poblado que sin duda se han dado cuenta de nuestra presencia en el paso de la montaña, pero no debéis asustaros, pensad que vais con uno de ellos subida en esta carreta.
-Pues realmente me tranquilizan vuestras palabras, sir Azorín.- dijo Lhundair sonriendo.
-Se nota que son jóvenes aun, pues los antiguos como yo, cuando hacíamos guardia, nadie era capaz de notar nuestra presencia. Esta misma noche les haré una visita, en cuanto descuiden un poco la vigilancia.
-¿No será peligroso? – preguntó Lhundair con aires de preocupación.
-Para nada, les daré un buen susto y luego proseguiré con una presentación para que nos escolten hasta el poblado. Estoy ansioso por ver esas caras.
Lhundair no estaba del todo de acuerdo con el plan que Azorín había trazado, pensó que quizás era mejor esperar a que aquellos enanos les detuvieran en mitad del camino, bloqueándoles el paso y solicitándoles que se identificaran. También pensó el motivo de tales acciones por parte de Azorin, y es que sin duda, el pequeño guerrero era obsesivamente orgulloso, y sorprender a los jóvenes guerreros era un modo de demostrar su valía y quedar por encima.
La noche llegó mientras la carreta surcaba el camino encrespado y polvoriento a suave ritmo mientras el pequeño pony, "apestoso" de nombre, tiraba jadeante y agotado, sabiendo que pronto su descanso llegaría, con la despedida de la luz.
Se detuvieron en un pequeño claro en el camino, que daba a un acantilado. Azorín preparó un fuego justo detrás de la carreta, ocultándose levemente de aquellos que aun espiaban.
-Noble dama, dejare esta mochila aquí con mi pipa encendida, así estos necios creerán que sigo a su lado fumando placidamente mientras les alcanzo por detrás.
-¿Estáis seguro que es una buena idea? Quizás deberíamos descansar y esperar a que ellos se acercaran. Se que insisto demasiado y vos sabeis bien como tratar a vuestras gentes, pero no quisiera que tomaran esto como un insulto.
Azorín reía. Reía y preparaba la mochila con la pipa encendida como si no hubiese escuchado nada de lo que Lhundair tenía que decir.
-Se bien lo que me hago, no os preocupéis, además, será un momento, en seguida bajare con ellos para que os presentes sus respetos como buenos guerreros que son.
Camino hacia la carreta y se esfumó en la noche. Lhundair hubiera jurado que antes de marcharse una especia de luz propia le iluminaba el rostro. Cuando se giró para verlo marchar, le pareció que el pequeño y viejo enano se difuminaba con los contornos de la roca y que prácticamente se hacia transparente. Parpadeó para comprobar que aquello que había visto no era provocado por ninguna ilusión de su mente o efecto óptico causado por el calor del fuego, y al hacerlo descubrió que Azorín había desaparecido.
Azorín caminó lentamente por el borde del acantilado continuando el camino, ligeramente agazapado, pero seguro de su habilidad para ocultarse. A lo lejos pudo ver como una ligera columna de humo subía turbiamente desde la pequeña pipa encendida y sonrió sintiendo que su plan funcionaba a la perfección. Trepó con agilidad felina un cúmulo de rocas que separaban el serpenteo del camino, sin producir ruido alguno, y por fin pudo localizar a uno de los vigilantes. En efecto, era un enano, de barbas negras y larga trenza a juego, se había quitado el yelmo pues este portaba un largo cuerno hacia delante que sin duda le hubiera hecho mucho mas visible tras las rocas. Llevaba una espada enfundada y su pose era relajada. Debía de haber otros, mínimo dos más, quizás escondidos más atrás.
Dejo al explorador y caminó tras el casi rozándole. El vigilante no notó su presencia, jamás podría haberlo hecho. A escasos metros, otros dos enanos descansaban sentados, apoyando las espaldas en una inmensa roca. Uno de ellos mascaba carne desecada y el otro rozaba ya el sueño. Azorín mantuvo la posición sin que el sonido de su respiración interfiriera en su labor. El enano que dormitaba emitió un ligero ronquido y fue acallado por el que mascaba, tapándole la boca con la mano y depositando un dedo de la otra en sus propios labios en símbolo de silencio, un trozo de carne seca le colgaba de la boca aun.
-Y se supone que vosotros sois la guardia de la montaña…- dijo Azorín rompiendo el silencio y provocando un gran sobresalto en los dos enanos que descansaban.
Uno de ellos miraba desesperado en busca de sus armas, las cuales había depositado un poco mas lejos de su posición, bajo un arbusto, pero ahora en la situación actual no las encontraba. El otro trato de incorporarse y el casco rozó en la roca y rebotando ligeramente se le vino hacia el rostro, tapándole los ojos y parte de la nariz. Aun así consiguió ponerse en pie para luego tropezar al no ver las piedras del camino, provocándole que el casco cayera y librándole de aquello que le cegaba la visión. Azorín reía a mandíbula batiente.
-Vergüenza me da de que los guardias del antiguo poblado sean tan necios. ¡Levantaos, maldita sea!- gritó Azorín.
El enano que estaba en posición mas avanzada camino rápidamente hacia donde había dejado a sus compañeros de guardia, y se encontró a estos totalmente firmes, como buenos soldados saludando a un superior. Pronto descubrió que se trataba de Azorin Puño de Trueno, hijo de Azor, gran guerrero veterano y el que en su día fue mano derecha de Makel Grispedroso. Toda una leyenda sin duda para él, así que hizo exactamente lo que sus compañeros habian hecho, cuadrarse.
-Se que nos estáis vigilando, es normal, somos intrusos. Habéis hecho un buen trabajo hasta hoy pues os he cogido desprevenidos. Si yo hubiera sido un enemigo, ahora estaríais muertos.- explico Azorín.
Los tres asintieron, en sus expresiones había temor, pero era palpable cierta emoción en el brillo de sus ojos.
-Id al poblado y decidle a Grispedroso que voy hacia allí. Decidle que me acompaña una mujer a la que tenemos que ayudar. Y decidle ya de paso que no prepare ninguna fiesta en casa o estancia alguna, pues me niego a estar encerrado con él, es insoportable.
-Si señor.- dijo uno de los enanos.
-¿Quién es la mujer, señor?- pregunto otro de ellos.
-La mujer es una sacerdotisa de Talakesh, y es de raza élfica. Notificádselo a Grispedroso si así le es necesario. Mañana al llegar el medio día estaremos en el poblado.-
Los enanos asintieron con un gesto de sus rostros y partieron en mitad de la noche, perdiéndose en la negrura que danzaba con los caminos de aquellas montañas. Pronto sus pasos se los trago el silencio hasta que nada mas sonó en aquel lugar aparte del viento y el fuego que calentaba a Lhundair al lado de la carreta.
Azorin regresó con paso firme por el camino mientras la sacerdotisa se giraba para ver quien llegaba.
-No os alarméis, noble dama, pues soy yo, Azorín.
-¿Cómo ha ido?- pregunto la sacerdotisa algo mas calmada, pues el plan inicial no era totalmente de su agrado.
-Bastante bien, aun recuerdan quien soy. La verdad es que les he dado un buen susto. – comento Azorín mientras reía.
-Entonces… ¿Mañana llegaremos al poblado?
-Al mediodía más o menos, ya nos estarán esperando. No debéis preocuparos, los enanos son gente previsible y os lo digo yo, que soy uno de ellos.
Un silencio reinó entre ellos dándole protagonismo al crepitar del fuego y su danza serpentina por la ligera brisa.
-Sir Azorin, ¿Puedo preguntaros algo?- dijo Lhundair
-Por supuesto joven dama, vos podéis preguntarme todo aquello que deseéis saber.- contesto Azorín.
Lhundair guardó silencio, se tomó su tiempo para formular la pregunta adecuada.
-Antes habéis mencionado que esos hombres aun os recordaban, pero aun así, ¿Por qué os recuerdan? Quiero decir ¿Cuál es el motivo por que os recuerdan?, sino os sentís a gusto respondiendo esta pregunta, os ruego que no lo hagáis.
Azorín tomó asiento junto a la sacerdotisa y con una pequeña rama seca removió las brasas del fuego, perdiendo la mirada, usando las espirales cromáticas del fuego como punto de evasión y memoria hacia el pasado.
-Veréis, mi joven señora. Hace mucho tiempo yo fui un guerrero de este poblado, un gran guerrero. Existían muchos poblados de gente de nuestra raza extendidos por el mundo, pero poco a poco fueron cayendo bajo los ataques continuos de diversos enemigos. Las gentes fueron marchándose de los territorios, dejando atrás los años de lucha y uniéndose en un lugar seguro donde poder vivir en paz.
El único poblado oculto fue este al que nos dirigimos, escondido entre las altas montañas, próximo al territorio de los dragones, a salvo de incursiones enemigas a través de los bastos llanos e imposible de franquear cruzando el paso de las montañas si se desconocía el único camino posible. Así llegaron las gentes, utilizando las señales ocultas grabadas en la piedra.
Como dije, yo era uno los grandes guerreros. Al escapar de los enemigos de nuestra raza, encontramos nuevos rivales en las montañas, los únicos capaces de hallarnos ya que poseían el don de volar, los dragones.
Durante décadas, mis gentes combatieron esa especie que luchaba por recuperar el territorio que según ellos, les pertenecía. Los hombres pactaron con los dragones para evitar la lucha y la muerte de los suyos, aceptando todas las condiciones que estos impusieron en el gran consejo de la fortaleza de los sabios, creando una ciudad como limite para las dos especies, Silenia. Es el final del mundo de los hombres, pero no de los enanos, nosotros nos negamos a aceptar el tratado y seguimos combatiéndoles.
Makel Grispedroso, líder del poblado, junto a varios de sus hombres, incluyéndome a mi, habíamos decidido emprender un viaje por los valles áridos en busca de el mayor de los dragones y líder de todos ellos, Zufiest. Éramos conocedores del peligro que ello conllevaba, y sabíamos de sobras que quizás ninguno de nosotros regresaría con vida al poblado. Grispedroso convocó una reunión antes de la partida donde asigno el futuro liderazgo del poblado a Piedebronce.
El valle de los dragones es un lugar tenebroso, esta arrasado por sus fuegos infernales y ningún ser que allí entra sale con vida. Caminábamos de noche y por el día nos ocultábamos en la ceniza de su destrucción, bajo las rocas, cubiertos por mantas rociadas de arenas para escapar de sus avispados ojos. Así llegamos al monte Trull.
Zufiest era un dragón azul. Los he visto de muchos colores y de diferentes tamaños, pero jamás vi algo tan magnifico y tan aterrador como aquella criatura. Debía de medir casi treinta metros de largo y cuando desplegaba sus enormes alas, su sombra se extendía por todo el valle en presagio de muerte y terror. A diferencia de los demás dragones, Zufiest no tenia un aliento de fuego, de su enorme boca solo salía muerte en forma de frio hielo que congelaba en milésimas de segundo todo aquello que alcanzaba.
-Pero a Zufiest le dio muerte Grispedroso, ¿no es así? – preguntó Lhundair intrigada por la historia del enano.
-Eso cuenta la historia, pero veréis como no es así exactamente.- contestó Azorin.
-Perdonad por haberos interrumpido, proseguid por favor.- Lhundair recogió sus piernas rodeándolas con sus ligeros brazos y colocó su túnica para protegerse de los suaves pero fríos vientos montañeses de aquella noche. Azorín continuó con su historia.
-Como decía, Zufiest escupía hielo en vez de fuego, era el único en su especie que era capaz de tal habilidad. Su guarida, el monte Trull, estaba situado en medio de un desierto devastado por el fuego, pero curiosamente, la montaña de Trull estaba totalmente congelada. En la parte superior, una inmensa caverna había sido construida a partir de hielo, y era allí donde Zufiest descansaba.
Muchas de las leyendas sobre dragones hablan de su brutalidad, de su fuerza y de sus capacidades destructivas, pero jamás mencionan que los dragones en si, son inteligentes, y como seres pensantes, son capaces de comunicarse. Zufiest conocía muchas lenguas de los humanos, y la enana no le era desconocida. Realmente, si alguien pudiera vivir más de dos mil años, lógicamente almacenaría muchos conocimientos a lo largo de su vida. Pero nuestra intención no era negociar con el. Por muy inteligentes que estos fueran, también eran conocedores de que se encontraban en lo más alto de una pirámide alimenticia en la que los seres humanos, incluidos los enanos, estábamos en un segundo lugar. Siendo así, fue que el ultimo emisario nuestro para frenar las continuas guerras cayó muerto y parcialmente comido por uno de los dragones de la guardia personal de Zufiest. Lo dejaron caer justo en un puesto de vigilancia desde donde lo habian visto partir rumbo al monte Trull. Teníamos bastante claro que la diplomacia no era una opción.
Después de muchos días de viaje nocturno, alcanzamos el monte Trull. Esperamos a la noche para adentrarnos, sin saber muy bien como íbamos a dar caza a Zufiest. A lo largo del periodo de guerras, los enanos habíamos aprendido como combatir estas bestias, sabíamos que como todo ser, tenían un punto débil. Su cuerpo estaba totalmente cubierto por duras escamas, incluso en la parte superior, estas adquirían la forma de grandes puntas con la dureza del acero. Sin embargo, en su zona abdominal, estas escamas eran mucho más pequeñas y finas. Todos los dragones morían así, atacándoles por la parte del abdomen.
Zufiest dormía placidamente en un inmenso nido con forma de trono, hecho con hielo y moldeado, exhibiendo grandes puntas cristalinas que recordaban a los diamantes. Lo rodeamos en silencio, sabíamos que su guardia patrullaba el exterior del monte y que tardarían en venir cuando Zufiest diera la alarma. Seria demasiado tarde para él, puesto que ya lo habríamos matado, aunque nuestro destino era incierto.
Uno de los hombres se aproximó y trato de atravesarle la cabeza clavándole una lanza en uno de sus ojos, pero este estaba cerrado y la lanza se quebró. Cuando Zufiest despertó, lo hizo lanzando una bocanada de aire congelado, aquel guerrero quedo petrificado dentro de una mampara de hielo. Acto seguido, Zufiest emano un grito terrible y el hielo se quebró, haciendo pedazos al hombre congelado que se encontraba dentro. Era un modo aterrador de morir. Bueno, cual no lo es…
Todos atacamos a la vez, con la esperanza de que alguno de nosotros llegase vivo hasta su abdomen, y varios lo hicimos, otros quedaron congelados en el camino. Grispedroso, Narizderoble y yo llegamos hasta él. Fui el primero en atacar, le golpeé con mi maza con todas mis fuerzas y descubrí que Zufiest sin duda era inteligente. Antes de dormir, congelaba su abdomen, dotándole de una gruesa capa de hielo que le servia de coraza, mi golpe destruyó tal protección, pero no le hizo daño alguno. Con una de sus alas, me golpeó y me arrojó varios metros de distancia, su cola trazó un lazo que alcanzó y seccionó a Narizderoble, partiéndole en dos como si su cuerpo fuera de manteca, borbotones de sangre y vísceras inundaron la caverna, pronto se congelaron y formaron parte del resto de aquel infierno cristalino. He de admitir que tal hecho hizo que me aterrorizará y deseé huir más que nunca para salvar mi pellejo, Grispedroso había perdido el rumbo del combate al ver la muerte de Narizderoble, sin poder evitarlo, las piernas le fallaron y cayó al suelo de rodillas. Lo había admitido, había aceptado la derrota sin mas, por el simple hecho de verse solo y saber que su vida iba a tener un final tan terrible como la de los demás. Zufiest quiso dejarle claro que no iba a ser así.
“Todos tus hombres han muerto, y crees que ahora es tu turno, pero no morirás como los demás, a ti te mantendré con vida e iré congelando poco a poco partes de tu cuerpo, mutilándote lentamente cada día para que sufras el máximo dolor posible. Luego arrojaré lo que no me plazca comer de tu cadáver sobre las gentes de tu poblado para que comprendan de una vez que estas no son sus tierras, son las mías” dijo Zufiest, su voz sonaba tan grave que pensé que la caverna podría ceder bajo aquel sonido, era como si mil martillos de Zazarin golpeasen yunques huecos.
Grispedroso trató de salvar su vida y de paso, la de su pueblo, al principio le costó emitir sonidos por su boca, estaba aterrorizado, Zufiest había adoptado la posición de descanso que un perro adopta al lado de las ollas de un cocinero, esperando su momento para recibir el hueso. Iba a dejarle hablar, es mas, estoy seguro que deseaba verlo suplicar por su vida y ver como todo un guerrero podía desmoronarse.
“¿Cómo puedes ser tan estúpido?” fueron las primeras palabras de Grispedroso. Yo por aquel momento había conseguido despegar mi cara del hielo, no sin cierto dolor en mi nariz y mis labios, pero esperé a que el líder del último poblado enano dijese lo que tenia que decir. Nunca le arrebates un momento de gloria a un enano.
A Zufiest aquello pareció no ofenderle demasiado, más bien se acercó y prestó atención. “Dices que estas tierras os pertenecen, pero aceptas no ir mas allá de los limites que estos te imponen, ¿Tan difícil es entender que necesitamos nuestro propio lugar?” dijo Grispedroso. Zufiest reía.
“No hay nada que entender, estáis en nuestra zona de caza, por lo tanto, sois presas. Nosotros simplemente os cazamos. Pero he de admitir que siento un gran placer en matar a tu gente, me encanta verlos correr mientras arraso sus vidas” reía después de este comentario. Zufiest era un maldito asesino despiadado.
Mientras hablaba de cómo iba a exterminar a todo nuestro pueblo y Grispedroso iba rozando la suplica por su vida, me tome la molestia de recoger una espada corta del cadáver de Narizderoble y acercarme por detrás a Zufiest. Cada fanfarronada que soltaba por aquella boca inmunda la pronunciaba sobre Grispedroso, estirando su largo cuello y arqueándolo hacia abajo para que Grispedroso tuviera que mirar tanto hacia arriba que casi le fuera necesario retroceder. Eso me dio ventaja, pues levanto su abdomen del suelo y por fin me mostró su punto débil. Resbalé bajo él y con todas mis fuerzas, clave la espada y fui cortando como un cuchillo corta pan. Sus tripas caían sin control, al igual que su sangre. Pataleó y forcejeó para librarse de aquel dolor, casi me aplasta al hacerlo.
Grispedroso aprovechó el momento, y le asesto un tremendo hachazo en la cabeza, con lo que remató el trabajo. Acto seguido, ambos huimos de allí despidiéndonos de nuestros compañeros muertos que allí se quedaban. Bajamos el monte Trull ocultándonos en las sombras mientras la guardia de Zufiest seguía rondando su palacio de hielo.
Zufiest era sin duda poderoso, pero tenia una cualidad que lo hacia mas único, era capaz de unir a los dragones. Al morir, estos se dispersaron por su territorio, siguiendo las normas del tratado con los hombres. Por suerte, nuestro poblado no recibió mas ataques y por fin, la guerra cesó.
Es por esto que esos hombres aun me recuerdan por quien fui y lo que hice.
-Si, pero si no os entendí mal, antes cuando me contabais cosas sobre vuestro pueblo, me dijisteis que Grispedroso había matado al dragón. ¿Nadie de vuestra gente conoce la autentica historia?- preguntó Lhundair.
-Nadie excepto Grispedroso y yo mismo.- contestó Azorin. – En el viaje de vuelta, mientras pasábamos el día escondidos esperando la calma de la noche para proseguir, Grispedroso me dijo que él había matado al dragón, que gracias a su poderoso hachazo, Zufiest había caído. Traté de explicarle que sin mi ayuda, hubiera muerto, por las barbas de Zazarin… si no hubiese hecho nada, a estas alturas seria excremento de lagarto alado. Tal era su mentira que incluso el mismo creyó en ella. Me limite a callar.
-¿Fue por eso que abandonasteis el poblado para vivir en los bosques?- quiso saber Lhundair.
-Bueno, el que yo viviese en el bosque no es tan solo por este suceso. Os explicaré algo que quizás os sorprenda, o puede que no, pero por un motivo u otro debéis saber.
Lhundair no perdía vista de aquellos ojos oscuros y profundos, clavados en la carne, que sin duda habian visto tantas cosas que ella misma jamás vería. Azorín prosiguió.
-Cuando llegue al poblado, Grispedroso recupero el puesto de líder que había cedido momentáneamente a Piedebronce, además de llevarse el honor y el respeto por la muerte de Zufiest. Fue vitoreado como heroe y explico su hazaña varias veces en las cenas que se organizaban en la plaza central. Cada vez que contaba la historia, agregaba nuevos datos de su heroísmo, olvidando a los otros que dejaron la vida para que el pudiera volver y contarlo. Por supuesto, en su historia inventada, el luchaba cuerpo a cuerpo con el poderoso dragón, asestándole el golpe definitivo, sin mencionar mi presencia. Cuando las gentes gritaban su nombre y el sonreía, siempre miraba por el rabillo del ojo donde yo estaba sentado, mi mirada de furia decía claramente lo que pensaba de él. Cierta noche, pocos días después de nuestro regreso, dispuse mis armas sobre la mesa de mi pequeña choza para limpiarlas y afilarlas. Entre ellas estaba el cuchillo de Narizderoble. Al verlo, mis puños se cerraron sobre la espada y un extraño calor invadió todo mi cuerpo. Mientras limpiaba la hoja, pude ver mi reflejo en ella y vi mis ojos, en ellos había un extraño resplandor rojizo que dotaba aquella imagen con un toque demoníaco.
Cada vez que algo me recordaba la muerte de mis hermanos y la gran mentira de Grispedroso, esto sucedía en mis ojos, y un fuerte viento solía levantarse a mí alrededor. Fue entonces, a partir de la cuarta o quinta vez que había sucedido que empezaron las visiones.
-¿Visiones?- preguntó Lhundair.
-Si, visiones, estando despierto, no en sueños. Fue cuando vi a aquel hombre de negra armadura arrasando un palacio hermoso, y como muchas mujeres morían a manos de sus hombres. También os vi huir a los bosques y como caminabais perdida, vi la vieja casa, y vi este día, juntos, hablando en compañía de la noche y del fuego.
Lhundair no daba crédito a lo que Azorin le explicaba.
-Se que puede sorprenderos, noble dama, pero yo soy uno de aquellos que menciona la profecía, soy el hijo del orgullo.